No fuimos pocos los que nos echamos las manos a la cabeza al comprobar que Martin Scorsese había caído víctima (otra más…) del embelesamiento del efecto estereoscópico. Más nos descoló el enterarnos que sucumbiría ante tan anodina moda con la adaptación de un libro infantil. ¿Scorsese dirigiendo un relato infantil y en 3D? Aquí había algo que no nos cuadraba.
Pero Scorsese es Scorsese, y algo tenía que tener “The Invention of Hugo Cabret”, el libro escrito e ilustrado por Brian Selznick, para que el director decidiera llevarlo a la gran pantalla. Y vaya si lo tiene…
París, años 30. Hugo Cabret (Asa Butterfield) es un niño de 12 años huérfano que vive escondido en la estación de tren Gare Montparnasse. El muchacho pasa los días ajustando los relojes de la estación, robando alimento para sobrevivir y trabajando en el proyecto más ambicioso de su difunto padre: la reparación de un autómata estropeado, un hombre mecánico supuestamente capaz de escribir con un pluma estilográfica.
Bajo un aterciopelado manto de infantilismo y ñoñería dignos del más empalagoso producto de la factoría Disney se esconde toda una declaración de amor hacia el séptimo arte, lo que sin duda hace ganar enteros a una película cuyo metraje resulta tan desigual y carente de emoción e interés en su primer tramo como cautivador y entrañable en su segunda mitad.
El director abre el telón con la sana intención de ubicarnos en el majestuoso París de los años treinta mediante un armonioso plano panorámico a golpe de infografía digital, y también con la más lucrativa intención de mostrarnos las bondades de su inmersión en la técnica estereoscópica. Enseguida comprobamos la destreza con la que Scorsese ha ido aplicando el efecto 3D aquí y allá para regocijo de los que disfrutan del cine cual infante en un parque de atracciones. La planificación de los encuadres y movimientos de cámara dan fe de que mucha secuencia ha sido pensada para que las tres dimensiones cobren vida y todo quede mucho más resultón, a costa incluso de que en algunas ocasiones se produzcan sensaciones de proximidad un tanto extrañas (objetos que parecen encontrarse a mayor distancia de la que realmente se le presupone) y se sacrifique la vivacidad/intensidad de los colores. Pero como casi toda película estrenada bajo este formato, el atractivo y la apreciación de dicho adorno se olvida pronto, y apenas caemos en la cuenta de su presencia salvo en las contadas ocasiones en las que algunos planos bien calculados nos recuerdan que seguimos con las oscuras gafas puestas.
Así pues, vayamos al meollo de la cuestión y a lo que realmente importa en una película: la historia.
Nuestro protagonista, el joven Hugo Cabret, podría pasar perfectamente por un personaje salido de la imaginación de un Charles Dickens al que se le habrían añadido ciertas reminiscencias “leonardodavincescas” (si se me permite la osadía de inventarme tal palabro).
En un bello entorno parisino (una majestuosa estación de tren) confluyen distintos personajes (cada uno de ellos implicado en su respectiva mini –pero que muy mini- subtrama) que, de algún modo u otro, intervienen en la rutina diaria de Hugo, un joven huérfano con ocupaciones poco comunes para un chico de su edad: poner en hora los relojes de una estación entera y robar a los comerciantes de la zona para poder alimentarse, ya que no hay ningún adulto que se haga cargo de él. Esto último le conlleva a sufrir constantes persecuciones por parte del principal –e implacable- representante de la ley en la estación, el Inspector Gustav (Sacha Baron Cohen, bufón polémico/actor cuando quiere), un hombre lisiado por culpa de la Gran Guerra que parece sentir muy poco aprecio por los ladronzuelos de corta estatura.
A medida que avanza el metraje vamos conociendo más detalles sobre el pasado de Hugo, descubriendo por qué está tan sólo y cómo una estación de tren ha terminado convirtiéndose en su hogar. Pero lo que más llama nuestra atención es su empeño por reconstruir un autómata de inexpresivo semblante. Y eso nos lleva hasta la tienda de juguetes de Georges (Ben Kingsley), lugar del que Hugo sustrae la mayoría de las piezas que necesita para tal empresa.
En un principio creemos que el dichoso robot es la clave de la película, y que la búsqueda de una pieza fundamental para su correcto funcionamiento será el pilar de la trama. Pero no. Lo que el guionista John Logan nos quiere contar es algo muy distinto, y por un momento nos quedamos algo desconcertados porque esto no se parece en nada (por suerte, debo decir) a la épica aventura infantil que nos estaban vendiendo (aquí la mayor aventura consiste en trastrabillar subido a una silla). Es entonces cuando empiezan a saltar las alarmas, más sabiendo que por el momento no están ocurriendo grandes cosas y que el protagonista está resultando demasiado insulso para sostener todo el peso de la película él solito (miedo me da lo que pueda ocurrir con la adaptación de “El juego de Ender”).
Pero a poco a poco se van vislumbrando las verdaderas intenciones de tan tremendo despliegue visual y de producción; se van conectando ciertos acontecimientos y se va comprendiendo la presencia de ciertos personajes. Aún no queda claro dónde quiere llevarnos Scorsese (¿empezará ahora esa gran aventura que le promete Hugo a su nueva amiga Isabelle?), pero ya hemos encontrado el camino hacia la luz, y ahí es cuando esto empieza a funcionar con la precisión de un reloj suizo. Ha habido que aguantar alguna que otra licencia infantiloide y una narración un tanto arrítmica, pero cuando el mago (Scorsese) pone todas las cartas sobre la mesa es cuando realmente disfrutamos del gran truco que nos ha estado preparando.
Porque aquí hay magia, muchísima magia. Pero no aquella de ancestrales hechiceros sino de la de virtuosos ilusionistas. Porque aquí, lo que hay, es la demostración de la más pura y excelsa magia que el ser humano ha podido jamás alcanzar: la magia del cine (y me consta que ya he repetido cinco veces la palabra magia, contando esta última). El poder de la imaginación puesta al servicio de unos pioneros y verdaderos visionarios (palabra que hoy en día se la adjudican a cualquiera) que dieron vida a historias de todo tipo para crear un arte que ha ido maravillando a generación tras generación; un arte que ha evolucionado de forma increíble década tras década hasta nuestros días. Scorsese y cía recuperan y transmiten la ilusión de aquellos primeros pasos del celuloide a través de los ojos de un impresionable niño de 12 años, aunque al final, quién menos nos importe de toda esta historia sea, precisamente, el triste niño huérfano (y de su amiga Isabelle casi que ya ni nos acordamos).
Este gran homenaje al cine en el que deviene “Hugo” no convierte a ésta en la gran película que debiera ser (aunque estoy seguro que a muchos sí se lo parecerá), principalmente por el descompensado torrente de emociones que transmite a lo largo de sus dos horas y el artrítico desarrollo de personajes, amén de un protagonista sin mucho interés que, por suerte, cede al final su protagonismo al verdadero amo y señor de esta historia (y no diré nombres para no chafar la sorpresa). El resultado no posee el equilibrio perfecto de las grandes obras, y la principal razón de ser del filme reside principalmente en su último tercio, donde se echa toda la carne en el asador y se despliega toda la artillería cinéfila para cautivar los corazones de los amantes de este, a veces, asombroso arte. Es imposible no caer rendido a los pies de Scorsese durante esos entrañables y gozosos minutos que ya de por sí justifican el visionado de su último (pero no mejor) trabajo. Pero valorando el conjunto y dejando a un lado la cinefilia y la nostalgia más embriagadoras, Hugo no es, a ojos de un servidor, esa gran obra maestra que tanto se proclama a los cuatro vientos. La emoción está ahí, buscando atraparte con una hora y pico de retraso, y por ello no cala en la magnitud debida. Y la gratuidad de secuencias como el accidente ferroviario, metida con calzador en el ya clásico momento onírico (aquí, además, premonitorio) no son una solución muy lícita, que digamos.
De todos modos, es innegable que el paso de Scorsese por el cine para todas las edades (más familiar que infantil) es una agradable y constructiva experiencia de la que quizás otros habrían salido escaldados y de la que él ha salido totalmente reforzado (la crítica y el público ha sido prácticamente unánime en cuanto a alabanzas). Porque Scorsese es un cineasta con mayúsculas, y después de esta amable y evocadora lección de historia jamás nos atreveremos a dudar de sus futuras elecciones, aunque éstas no estén siempre a su altura. “Hugo”, que tiene detrás el Scorsese más personal y cinéfilo que se ha visto hasta la fecha, tiene las de ganar precisamente con la comunidad cinéfila más que con el espectador de a pie (serán los números de taquilla los que me den o quiten la razón).
P.D.: Para homenaje al cine me quedo con “The Artist”, en donde la magia empieza desde el minuto uno y ya no termina hasta que aparecen los créditos finales.
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Pero Scorsese es Scorsese, y algo tenía que tener “The Invention of Hugo Cabret”, el libro escrito e ilustrado por Brian Selznick, para que el director decidiera llevarlo a la gran pantalla. Y vaya si lo tiene…
París, años 30. Hugo Cabret (Asa Butterfield) es un niño de 12 años huérfano que vive escondido en la estación de tren Gare Montparnasse. El muchacho pasa los días ajustando los relojes de la estación, robando alimento para sobrevivir y trabajando en el proyecto más ambicioso de su difunto padre: la reparación de un autómata estropeado, un hombre mecánico supuestamente capaz de escribir con un pluma estilográfica.
Bajo un aterciopelado manto de infantilismo y ñoñería dignos del más empalagoso producto de la factoría Disney se esconde toda una declaración de amor hacia el séptimo arte, lo que sin duda hace ganar enteros a una película cuyo metraje resulta tan desigual y carente de emoción e interés en su primer tramo como cautivador y entrañable en su segunda mitad.
El director abre el telón con la sana intención de ubicarnos en el majestuoso París de los años treinta mediante un armonioso plano panorámico a golpe de infografía digital, y también con la más lucrativa intención de mostrarnos las bondades de su inmersión en la técnica estereoscópica. Enseguida comprobamos la destreza con la que Scorsese ha ido aplicando el efecto 3D aquí y allá para regocijo de los que disfrutan del cine cual infante en un parque de atracciones. La planificación de los encuadres y movimientos de cámara dan fe de que mucha secuencia ha sido pensada para que las tres dimensiones cobren vida y todo quede mucho más resultón, a costa incluso de que en algunas ocasiones se produzcan sensaciones de proximidad un tanto extrañas (objetos que parecen encontrarse a mayor distancia de la que realmente se le presupone) y se sacrifique la vivacidad/intensidad de los colores. Pero como casi toda película estrenada bajo este formato, el atractivo y la apreciación de dicho adorno se olvida pronto, y apenas caemos en la cuenta de su presencia salvo en las contadas ocasiones en las que algunos planos bien calculados nos recuerdan que seguimos con las oscuras gafas puestas.
Así pues, vayamos al meollo de la cuestión y a lo que realmente importa en una película: la historia.
Nuestro protagonista, el joven Hugo Cabret, podría pasar perfectamente por un personaje salido de la imaginación de un Charles Dickens al que se le habrían añadido ciertas reminiscencias “leonardodavincescas” (si se me permite la osadía de inventarme tal palabro).
En un bello entorno parisino (una majestuosa estación de tren) confluyen distintos personajes (cada uno de ellos implicado en su respectiva mini –pero que muy mini- subtrama) que, de algún modo u otro, intervienen en la rutina diaria de Hugo, un joven huérfano con ocupaciones poco comunes para un chico de su edad: poner en hora los relojes de una estación entera y robar a los comerciantes de la zona para poder alimentarse, ya que no hay ningún adulto que se haga cargo de él. Esto último le conlleva a sufrir constantes persecuciones por parte del principal –e implacable- representante de la ley en la estación, el Inspector Gustav (Sacha Baron Cohen, bufón polémico/actor cuando quiere), un hombre lisiado por culpa de la Gran Guerra que parece sentir muy poco aprecio por los ladronzuelos de corta estatura.
A medida que avanza el metraje vamos conociendo más detalles sobre el pasado de Hugo, descubriendo por qué está tan sólo y cómo una estación de tren ha terminado convirtiéndose en su hogar. Pero lo que más llama nuestra atención es su empeño por reconstruir un autómata de inexpresivo semblante. Y eso nos lleva hasta la tienda de juguetes de Georges (Ben Kingsley), lugar del que Hugo sustrae la mayoría de las piezas que necesita para tal empresa.
En un principio creemos que el dichoso robot es la clave de la película, y que la búsqueda de una pieza fundamental para su correcto funcionamiento será el pilar de la trama. Pero no. Lo que el guionista John Logan nos quiere contar es algo muy distinto, y por un momento nos quedamos algo desconcertados porque esto no se parece en nada (por suerte, debo decir) a la épica aventura infantil que nos estaban vendiendo (aquí la mayor aventura consiste en trastrabillar subido a una silla). Es entonces cuando empiezan a saltar las alarmas, más sabiendo que por el momento no están ocurriendo grandes cosas y que el protagonista está resultando demasiado insulso para sostener todo el peso de la película él solito (miedo me da lo que pueda ocurrir con la adaptación de “El juego de Ender”).
Pero a poco a poco se van vislumbrando las verdaderas intenciones de tan tremendo despliegue visual y de producción; se van conectando ciertos acontecimientos y se va comprendiendo la presencia de ciertos personajes. Aún no queda claro dónde quiere llevarnos Scorsese (¿empezará ahora esa gran aventura que le promete Hugo a su nueva amiga Isabelle?), pero ya hemos encontrado el camino hacia la luz, y ahí es cuando esto empieza a funcionar con la precisión de un reloj suizo. Ha habido que aguantar alguna que otra licencia infantiloide y una narración un tanto arrítmica, pero cuando el mago (Scorsese) pone todas las cartas sobre la mesa es cuando realmente disfrutamos del gran truco que nos ha estado preparando.
Porque aquí hay magia, muchísima magia. Pero no aquella de ancestrales hechiceros sino de la de virtuosos ilusionistas. Porque aquí, lo que hay, es la demostración de la más pura y excelsa magia que el ser humano ha podido jamás alcanzar: la magia del cine (y me consta que ya he repetido cinco veces la palabra magia, contando esta última). El poder de la imaginación puesta al servicio de unos pioneros y verdaderos visionarios (palabra que hoy en día se la adjudican a cualquiera) que dieron vida a historias de todo tipo para crear un arte que ha ido maravillando a generación tras generación; un arte que ha evolucionado de forma increíble década tras década hasta nuestros días. Scorsese y cía recuperan y transmiten la ilusión de aquellos primeros pasos del celuloide a través de los ojos de un impresionable niño de 12 años, aunque al final, quién menos nos importe de toda esta historia sea, precisamente, el triste niño huérfano (y de su amiga Isabelle casi que ya ni nos acordamos).
Este gran homenaje al cine en el que deviene “Hugo” no convierte a ésta en la gran película que debiera ser (aunque estoy seguro que a muchos sí se lo parecerá), principalmente por el descompensado torrente de emociones que transmite a lo largo de sus dos horas y el artrítico desarrollo de personajes, amén de un protagonista sin mucho interés que, por suerte, cede al final su protagonismo al verdadero amo y señor de esta historia (y no diré nombres para no chafar la sorpresa). El resultado no posee el equilibrio perfecto de las grandes obras, y la principal razón de ser del filme reside principalmente en su último tercio, donde se echa toda la carne en el asador y se despliega toda la artillería cinéfila para cautivar los corazones de los amantes de este, a veces, asombroso arte. Es imposible no caer rendido a los pies de Scorsese durante esos entrañables y gozosos minutos que ya de por sí justifican el visionado de su último (pero no mejor) trabajo. Pero valorando el conjunto y dejando a un lado la cinefilia y la nostalgia más embriagadoras, Hugo no es, a ojos de un servidor, esa gran obra maestra que tanto se proclama a los cuatro vientos. La emoción está ahí, buscando atraparte con una hora y pico de retraso, y por ello no cala en la magnitud debida. Y la gratuidad de secuencias como el accidente ferroviario, metida con calzador en el ya clásico momento onírico (aquí, además, premonitorio) no son una solución muy lícita, que digamos.
De todos modos, es innegable que el paso de Scorsese por el cine para todas las edades (más familiar que infantil) es una agradable y constructiva experiencia de la que quizás otros habrían salido escaldados y de la que él ha salido totalmente reforzado (la crítica y el público ha sido prácticamente unánime en cuanto a alabanzas). Porque Scorsese es un cineasta con mayúsculas, y después de esta amable y evocadora lección de historia jamás nos atreveremos a dudar de sus futuras elecciones, aunque éstas no estén siempre a su altura. “Hugo”, que tiene detrás el Scorsese más personal y cinéfilo que se ha visto hasta la fecha, tiene las de ganar precisamente con la comunidad cinéfila más que con el espectador de a pie (serán los números de taquilla los que me den o quiten la razón).
P.D.: Para homenaje al cine me quedo con “The Artist”, en donde la magia empieza desde el minuto uno y ya no termina hasta que aparecen los créditos finales.