viernes, 25 de mayo de 2012

“Men In Black 3” (2012) - Barry Sonnefeld

Crítica Men In Black 3 2012 Barry Sonnenfeld
En pleno ascenso de su carrera después de un par de taquillazos (Dos policías rebeldes e Independence Day), Will Smith estrenaba en 1997 “Men In Black”, una comedia de ciencia-ficción -basada en un cómic de Marvel- que se convertiría en otro éxito a sumar a su currículum. 

Aunque era una apuesta fuerte del estudio (90 millones de presupuesto no eran moco de pavo), probablemente nadie podría imaginar la gran acogida que acabaría teniendo. El filme dirigido por Barry Sonnenfeld (director de fotografía reconvertido a cineasta que se ganó el puesto de director gracias a “La familia Addams”) recaudó hasta seis veces su presupuesto y consiguió no sólo el apoyo del público sino también el de la crítica.

Con tan buenos resultados, la explotación del producto no tardó en llegar: merchandising de lo más variado (muñequitos, principalmente, y un cómic de la versión cinematográfica) y un serie de televisión animada. Y, cómo no, la inevitable secuela.

“Men In Black 2” llegó a los cines después de la desastrosa “Wild Wild West”, que había juntado de nuevo a Sonnenfeld y a Smith.  Por tanto, las expectativas, aún con el precedente de la primera entrega, no eran demasiado entusiastas. Y como suele ocurrir en estos casos (salvo honrosas excepciones), la película cumplió a rajatabla con el dicho de “segundas partes nunca fueron buenas”.

Costó más dinero que su predecesora y recaudó un poco menos, pero “Men In Black 2” no fue ningún fracaso, pese a que la inmensa mayoría (servidor incluido), arrastrada al cine por el recuerdo de la primera, acabó echando pestes de ella.  

Con todo, la saga puso el freno y ya no se rodó ninguna secuela más… hasta ahora.

En sus 15 años con los Hombres de Negro, el agente J (Will Smith) nunca se había enfrentado a semejante situación: tener que viajar al pasado para  salvar la vida de su compañero, amigo y mentor, el agente K (Tommy Lee Jones). Pero no sólo eso, ya que del éxito de su misión depende también el destino del planeta, que está siendo invadido por una temible raza alienígena.  

Vuelven los Hombres de Negro. Vuelven Will Smith y Tommy Lee Jones bajo la batuta, nuevamente, de Barry Sonnfield, tras diez años desde el estreno de la desafortunada última entrega. 

Pero para juntar a los tres otra vez no valía con rodar “otra secuela” más. Había que aportar algo nuevo a la saga, algo que sirviera de excusa para traerlos de vuelta y que supusiera un punto distintivo respecto a sus predecesoras. Y ahí entra en juego el tema de los viajes en el tiempo.

Esta vez, el villano de turno (un irreconocible –por obra y gracia del maestro Rick Baker- Jemaine Clement) es un viejo conocido de K que logra saldar una cuenta pendiente asesinándolo en el pasado y alterando así el curso de la historia. De este modo, J se queda sin compañero y la agencia pierde a unos de sus mejores agentes, lo que por otro lado deja a la Tierra con el culo al aire ante una inminente invasión alienígena.


J, el único que recuerda al K del presente, debe hacer un salto (literalmente…) en el tiempo y resolver toda la papeleta en cuestión de 24 horas. E inesperadamente, su aliado en esta aventura será su compañero K, sólo que unos años más joven y menos cascarrabias.

J y K juntos de nuevo (más o menos) contra un malo malote escurridizo y con muy malas pulgas. A priori, un punto de partida, cuanto menos, interesante para traer de vuelta a los hombres de negro. Sin embargo, los avances de la película no auguraban nada positivo, y por lo general las secuelas tardías casi siempre despiertan más recelo que confianza.

Pero una vez sentado a la butaca, los temores iniciales de van disipando al son de la estupenda y pegadiza partitura de Danny Elfman. Los primeros minutos suponen un buen y prometedor arranque para esta tercera entrega.

Ya no tenemos a Z (el genial Rip Torn), pero el nuevo jefe de la agencia es jefa, y el personaje recae en Emma Thompson, con lo cual no es un mal cambio. El problema es que ella se encargue de protagonizar el que probablemente sea el gag más chorra de toda la película. Es la primera concesión hacia el público infantil, hacia los “peques” de la casa, y las alarmas empiezan a saltar de nuevo. Pero tranquilos porque es el primero y el último.

Durante el resto de metraje, “Men In Black 3” hace gala de un humor bastante certero y en ocasiones sorprendentemente ingenioso y divertido, aportando a la franquicia algunos gags hilarantes (el del crack del 29, el mejor) que nos devuelven la fe en el cine familiar de Hollywood. Porque ante todo, esto es un entretenimiento para todos los públicos, y reside en su naturaleza misma contentar al espectador más chico y al más adulto por igual, una tarea nada fácil en estos tiempos. Pero por suerte, Sonnenfeld y cía han sabido recuperar el espíritu y la esencia que hizo de la primera una película disfrutable y triunfadora.


La vuelta de tuerca mediante viajes en el tiempo le ha sentado bien a este retorno, aún por poco original que resulte la temática dentro del género fantástico (viajar al pasado para corregir y/o impedir un evento = sobadísimo). Si bien eso nos priva, inevitablemente, de gozar de la siempre estimable presencia de Tommy Lee Jones, cuyo papel queda reducido a mínimos (inicio y desenlace) en favor de su versión sesentera a cargo de Brolin. Cabe decir, no obstante, que aunque se eche de menos al actor, su personaje sigue estando ahí y en muy buenas manos, por lo que en realidad seguimos disfrutando de K y, por supuesto, de J. Además, Brolin y Smith se compenetran, así que los personajes y la química entre ellos siguen funcionando como si nada hubiera cambiado. Por otro lado, este salto al pasado nos permite descubrir nuevos detalles acerca de estos dos agentes; detalles que no por predecibles (todo el tramo final se ve venir a kilómetros) dejan ser menos enriquecedores para fortalecer los lazos de unión que nacieron en la primera entrega. 

A ellos se les une, ya en el segundo acto, Griffin, todo un personaje que, como buen secundario, aporta su granito de arena a la trama sin eclipsar a la pareja protagonista y ganándose un huequecito en la memoria del espectador. Interpretado por Michael Stuhlbarg, Griffin resulta ser un personaje simpaticón (nada que ver con el rol de mafioso que el actor encarna en “Boardwalk Emmpire”) y muy ligado al concepto espacio-temporal que maneja esta entrega. 

El buen ritmo narrativo que se consigue desde el principio hasta el final, el acertado conjunto de personajes (villano inclusive) y el humor fresco y divertido, logran hacer de “Men In Black 3” una secuela lo suficientemente digna como para compensarnos por el mal sabor dejado por su predecesora. Cien minutos amenos y bien aprovechados, y con un puntito emotivo al final impropio de la saga pero nada desmerecedor.



Valoración personal:

sábado, 19 de mayo de 2012

Especial: Rodajes pasados por agua

Especial: Rodajes pasados por agua
En ocasiones, el rodaje de una película puede resultar toda una proeza para sus intérpretes cuando éstos, por exigencias mismas del guión, deben enfrentarse a condiciones adversas y/o de riesgo.  Cuando esto ocurre, han de mostrar una buena condición física y rodearse de las medidas de seguridad oportunas para poder llevar a cabo sus escenas sin que ello conlleve un peligro para su integridad física; escenas que por razones artísticas no puedan ser realizadas por el especialista o doble de acción de turno.

Este tipo de rodajes pueden sucederse en todo tipo producciones, si bien algunas de las más afines en presentar amplias dificultades (no sólo en alguna escena muy concreta sino a lo largo de todo o gran parte de su metraje) suelen ser las de carácter catastrófico, en donde el principal obstáculo del o de los protagonistas es el propio entorno que les rodea, el cuál puede convertirse en una auténtica odisea.

Cuando una película o parte de la acción de la misma transcurre con agua por todas partes, se dificulta mucho no sólo el trabajo de los actores y actrices sino también el del equipo técnico. No siempre es fácil moverse a través del agua, y puede resultar muy incómodo (y peligroso) ubicar un rodaje en semejantes condiciones, más si el reparto debe pasarse un buen rato actuando empapado de la cabeza a los pies, lo cual puede ser en verdadero engorro.

Ejemplos de ello seguramente existan muchos, pero en este artículo tan sólo he pretendido recoger aquellos que me han parecido más destacables. Por supuesto, no hace falta que diga que vosotros, los lectores, podéis hacer las aportaciones que consideréis oportunas a través de los comentarios, pues serán muy bienvenidas y servirán para ampliar este humilde listado.

Dicho esto, qué mejor que empezar este repasito con la que es, para un servidor, la madre de todas las películas “acuáticas”: Waterworld.

 Este filme postapocalíptico será recordado de por vida como uno de los mayores fracasos taquilleros del cine comercial estadounidense. En un marco futurista propicio para la acción más espectacular, con un Kevin Costner en el glorioso cénit de su carrera tras películas como “Bailando con lobos”, “J.F.K.: caso abierto” o “Wyatt Earp”, y coincidiendo de nuevo con el director de la exitosa “Robin Hood, príncipe de los ladrones”, “Waterworld” tenía todos los visos para triunfar y convertirse en la sensación del verano de aquél lejano 1995. Sin embargo, no triunfó como se esperaba, o al menos no lo suficiente para resultar rentable.  Y es que estamos hablando de una producción de 175 millones de dólares, una cifra bastante común entre los blockbusters de hoy día (que suelen situarse en una franja de entre los 100 y 200 millones),  pero que para mediados de los 90 era todo un récord y también una locura muy arriesgada. En realidad, la película tuvo una recaudación bastante estimable de 264 millones de dólares y que ya quisieran muchas coetáneas, pero en vista del desorbitado presupuesto, esa cantidad resultaba insuficiente (más si tenemos en cuenta la inversión adicional –unos 60 millones- en comercialización y distribución). Un caso muy parecido al de la reciente “John Carter” de Disney.


Gran parte de la filmación tuvo lugar en un recinto de agua de mar artificial situado en el Océano Pacífico frente a las costas de Hawaii, mientras que la secuencia final se rodó en Waipio Valley,  en la misma Hawaii. El equipo de producción contó con todo tipo de embarcaciones para desplazarse por el set, predominando sobre todo las motos de agua, el vehículo más usado por los especialistas y dobles de acción tanto dentro como fuera de la película. Curiosamente, el doble de Costner tuvo que ser rescatado por la guardia costera cuando se perdió en el mar, entre Maui y la isla de Hawaii, pasando horas a la deriva al quedarse su moto de agua sin combustible. Por su parte, Norman Howell, coordinador de especialistas, sufrió una embolia por el llamado “síndrome de descomprensión” (sucede cuando hay una disminución brusca de la presión atmosférica) mientras filmaba una escena bajo el agua. Howell fue trasladado de urgencia en helicóptero a un hospital de Honolulu dónde, por suerte, se recuperó del accidente y en cuestión de días pudo volver al tajo. 

El reparto tampoco se libró de los percances, y a la pobre Tina Majorino, la niña de 10 años que acompañaba a Costner en el papel de la pequeña Enola, le picaron medusas hasta en tres ocasiones. 

Debido a las diversas complicaciones y a los altos costes que supone rodar una película de estas características,  no es de extrañar que nadie se haya atrevido a repetir una hazaña de igual magnitud. Quizás de haber sido un éxito de taquilla ahora Hollywood se estaría planteando la idea de hacer un remake, pero al no ser así, dudo que volvamos a ver algo parecido en pantalla. Una lástima, pues un servidor siempre ha sido un defensor del filme de Reynolds, una superproducción de ciencia-ficción que, si bien podría haber dado más de sí, lo cierto es que ahora mismo se merienda, en calidad, a mucho del cine palomitero actual.
Dos años más tarde alguien volvería al recinto marítimo empleado por Reynolds para filmar otro ambicioso proyecto. Ese hombre sería James Cameron, quién se embarcó (y nunca mejor dicho) en la que a día de hoy es la segunda película más taquillera de la historia. Hablo de Titanic, drama catastrófico (y gran película) con historia de amor de por medio que recreaba el trágico hundimiento del RMS Titanic, un enorme y lujoso transatlántico que en 1912 naufragó durante su viaje inaugural -de Inglaterra a Nueva York- al chocar contra un iceberg.

Hubo una importante aportación digital a la hora de recrear el hundimiento del barco, minimizando así no sólo los costes escénicos sino también los riesgos. No obstante, para las secuencias interiores el equipo utilizó un tanque que podía inclinarse y que contenía la nada despreciable cantidad de 19 millones de litros de agua. Aunque hubo algún que otro accidente con las cascadas de agua que se vertían en los decorados, nadie resultó herido, si bien muchos miembros del elenco, entre ellos la propia Kate Winslet, terminaron sucumbiendo a resfriados, gripes o infecciones renales tras pasar horas y horas en agua fría.


Lo cierto es que Cameron ya contaba con experiencia a sus espaldas de cuando rodó Abyss, cuyas secuencias bajo el agua fueron filmadas en dos estanques que se construyeron en una abandonada planta de energía nuclear de Carolina del Sur. Uno de ellos, el principal, era el estanque de filtrado de agua más grande del mundo, de 18 metros de profundidad y 70 metros de ancho, y con una capacidad de 28.000 metros cúbicos de agua. Tardaba nada menos que cinco días en llenarse. En el primer día de rodaje tuvieron una fuga, y en tan sólo un minuto se llegaron a perder 570 metros cúbicos de agua.

Para que el director de fotografía, Al Giddings, pudiera hacer su trabajo con eficiencia, se emplearon tres tipos de cámaras diseñadas especialmente para las escenas fuera y debajo del agua. Por supuesto, las medidas de seguridad eran muy rigurosas y cada actor contaba con un buzo de seguridad para que le asistiera en caso de que surgiera algún problema. De todos modos, ninguno de ellos llegó a realizar sus escenas por debajo de los 11 metros ni estuvieron sumergidos más de una hora, por lo que no necesitaron descompresión alguna. Cameron y su equipo compuesto por 26 personas, en cambio, bajaron hasta los casi veinte metros de profundidad y llegaron a estar sumergidos hasta cinco horas seguidas. Para luego evitar el “síndrome por descompresión”, debían permanecer en un tanque durante dos horas respirando oxígeno puro.

Aunque no hubo que lamentar daños físicos por parte del reparto (sí de los buceadores), el rodaje fue tan duro e intenso que Mary Elizabeth Mastrantonio llegó a sufrir un colapso físico y emocional en el set. Y Ed Harris tampoco es que quedara muy contento con la experiencia…

Una producción, en comparación, algo más modesta pero también pasada por agua fue la injustamente olvidada “Hard Rain”, una entretenida y efectiva mezcla de thriller de acción y cine catastrofista que, sin embargo, pasó con más pena que gloria por la taquilla estadounidense (mejor le fue internacionalmente y luego en el mercado del vídeo). Escrita por el guionista de “Speed” y titulada originalmente como "The Flood", la película narraba cómo un grupo de ladrones trataba de hacerse con el dinero de un furgón blindado en medio de una fuerte lluvia torrencial que deja a un pueblo del medio oeste de EE.UU. prácticamente sumergido bajo el agua. El reducido reparto, formado principalmente por Morgan Freeman, Christian Slater, Randy Quaid y Minnie Driver, pasó la mayor parte del metraje con el cuerpo en remojo y afrontando las más diversas secuencias de acción que planteaba el guión. 

Parte del rodaje tuvo lugar en Huntingburg, Indiana, lugar por el que curiosamente no pasaba ningún río. Muchas de las escenas iniciales, cuando aún es de día y el agua apenas cubre un par de palmos, se rodaron en exteriores, mientras que para el resto se utilizó un hangar de aviones de Palmdale, California, en el que se construyó el enorme decorado que recreaba el pueblo inundado. Los actores no sólo rodaban con el agua hasta el cuello (en realidad, hasta la cintura), sino que eran rociados constantemente por los numerosos aspersores  que simulaban la incesante tempestad, lo que por otro lado implicaba tener que cubrir las cámaras para que no se mojaran. A lo largo del escenario, además, se ubicaron distintos cañones que bombeaban el agua y permitían subir el nivel de la misma para las secuencias en las que la presa del río cedía.

Un rodaje complejo y arduo en el que sorprendía sobre todo la pericia de Mikael Solomon, un director de fotografía (con sólo un film previo en su haber como director) que sustituía a un desertor John Woo (se fue a rodar “Cara a cara”) y que posteriormente ha dedicado su carrera a la dirección de baratos telefilmes y capítulos de diversas series de tv.
Si buceamos un poco más por las aguas cinematográficas de la década de los noventa, nos encontramos con “Daylight (Pánico en el túnel)”, una cinta catastrofista (eran la moda por aquellos tiempos) rodada a mayor gloria de su estrella protagonista, Sylvester Stallone. La trama nos situaba en un túnel de Manhattan inundado por las aguas del río Hudson tras la explosión de un camión que transportaba sustancias peligrosas. Dirigida por Rob Cohen (Dragonheart, A todo gas), supuso, gracias también a la taquilla internacional, uno de los últimos medio-éxitos en la carrera del actor, la cual empezaba ya a entrar en serio declive.

Aquí el componente claustrofóbico de varias secuencias era bastante significativo, si bien la cinta destacaba sobre todo por la presencia de un (físicamente) intenso Sly, que rodó muchas de sus escenas de acción.


Y no puedo abandonar el género catastrofista sin antes mencionar a “La aventura del Poseidón”, superproducción setentera en manos de Ronald Neame (quién más tarde rodaría “Meteoro”, todo un precedente de “Armaggedon”) y producida por el especialista Irwin Allen (El coloso en llamas). Nominada a los Oscar hasta en ocho categorías, la película fue considerada previamente como un imposible debido a las limitaciones tecnológicas de la época y al cuantioso presupuesto que debía invertirse para poder llevarse a cabo. No obstante, eso no achantó a su productor, que si tiró a la piscina y produjo todo un éxito de taquilla que puso de moda el cine de catástrofes (cuyos principales exponentes vinieron de la mano del propio Irwin Allen, todo sea dicho).

Parte del rodaje se filmó a bordo del RMS Queen Mary, famoso transatlántico que desde finale de los sesenta permanece amarrado en el puerto de Long Beach, en California. Si bien muchas de las secuencias planteaban distintos retos y riesgos, hay que destacar que una de las más peligrosas -y a la que se negaron todos los especialistas- se producía justo al inicio del vuelco del barco, cuando uno de los pasajeros caía en picado atravesando una cristalera. El valiente que asumió la escena fue Richard Stark, un empleado de una gasolinera que respondió al anuncio publicado por Allen en el que éste ofrecía mil dólares para quién estuviera dispuesto a dar el salto. Stark hizo la toma y se fue a casa con los bolsillos llenos y unos cuantos huesos rotos de propina. 

De la película se llegó a hacer una secuela (“Más allá del Poseidón”) que fracasó estrepitosamente, un remake telefiviso en 2005 y, sólo un año más tarde, un pobre remake estrenado en cines a cargo de Wolfgang Petersen, que ya poseía cierta experiencia con maremotos tras la muy superior “La tormenta perfecta”.

Pero si hay algo peor que quedarse atrapado en un transatlántico vuelto del revés es encontrarse en uno en el que se ha colado un monstruo marino con hambre de carne humana. Esto es lo que le ocurría a los sufridos pasajeros del Argonautica en “Deep Rising”, una muy disfrutable monster-movie con un alto espíritu de serie B (aunque costó unos nada despreciables –y no recuperados- 45 millones de dólares) escrita y dirigida por Stephen Sommers, quién más tarde alcanzaría reconocimiento mundial gracias a “La Momia”.

Aunque la idea inicial era contar con Harrison Ford para el papel principal, finalmente, y tras su rechazo, el protagonismo recayó en un carismático Treat Williams. Él y su doble de acción tuvieron que asumir varias escenas de acción a bordo de una moto de agua por los estrechos pasillos del barco, con la dificultad de maniobra que ello conllevaba (en la ya citada “Hard Rain” podíamos apreciar unas secuencias similares en el interior de un instituto).

Sommers y su equipo se trasladaron a los Bridge Studios de Vancouver, y durante tres meses emplearon más agua -y sangre falsa- que cualquier otra película rodada ese año en Canadá.

Puestos a hablar de devoradoras criaturas marinas, no queda otra que citar a “Deep Blue Sea”,  con unos tiburones genéticamente modificados causando el pánico en remota instalación  submarina.

Los decorados de la instalación se construyeron de modo que pudieran ser sumergidos en un tanque de agua, y dependiendo de la secuencia, se emplearon tiburones o animatronics.  

Para terminar, y aunque seguramente existan muchas otras películas (y de otros géneros, como el drama submarino “El gran azul” de Luc Besson) que bien servirían para ilustrar el artículo, creo que vale la pena concluir el repaso rescatando algunos datos acerca de “Alien Resurrection”, cuarta –e infravalorada- entrega de la saga que empezó Ridley Scott con “Alien, el octavo pasajero”. 

En un segmento de la película, los protagonistas debían bucear a través del sector inundado de la nave, así que para tales efectos se construyó, en los mismos estudios de la Fox, una enorme piscina de 35 por 15 metro, y 4 metros de profundidad. Todas las escenas subacuáticas fueron filmados por Pete Romano, un cámara submarino que ya había trabajado en las ya mencionadas “Abyss” y “Waterworld”. Antes de rodar, el reparto realizó un curso de buceo de dos semanas, y durante la filmación  contaron con un equipo de buceadores a su alrededor para auxiliarles en caso de que fuese necesario. Y de hecho lo fue, ya que Ron Perlman tuvo que ser rescatado por dichos buceadores tras golpearse en la cabeza con parte del decorado al intentar salir del agua. Aunque seguramente quién peor lo pasaría durante el rodaje sería Winona Ryder, que padece acuafobia (fobia al agua) desde que casi se ahoga a la edad de 12 años.

viernes, 11 de mayo de 2012

“Sombras tenebrosas” (2012) – Tim Burton

Crítica Sombras tenebrosas (2012) – Tim Burton
Que un director como Tim Burton, asociado casi siempre al espectro más oscuro y gótico del séptimo arte, haya tardado tanto en abordar la temática vampírica resulta, cuanto menos, sorprendente. La oportunidad le ha llegado de la mano de su buen amigo  -y actor fetiche- Johnny Depp, quién se hizo con los derechos de un serial sesentero de la ABC titulado “Dark Shadows”. Dicha serie fue pionera en el campo de la “telenovela sobrenatural”, introduciendo a todo tipo de monstruos (vampiros, fantasmas, hombres-lobo, brujas, zombies…) en tramas melodramáticas inscritas dentro de un marco fantástico, llegando incluso a abordar temas tan propios de la ciencia-ficción como los viajes en el tiempo o los universos paralelos.

Pese a ser una gran desconocida en nuestro país, “Dark Shadows, que estuvo en antena durante cinco años y contó con una nueva versión –cancelada en su primera temporada, eso sí- en la década de los 90, es toda una serie de culto en EE.UU, y Warner Bros. Television ya intentó resucitarla en 2004 con un nuevo serial que, no obstante, no pasó del episodio piloto.

Warner lo vuelve a probar ahora con su adaptación al cine a manos de Burton, quién ya le reportó al estudio éxitos como las dos entregas de Batman o “Charlie y la fábrica de chocolate”.  

Siendo sólo un niño, Barnabas Collins (Johnny Depp) se traslada, con sus padres, de Inglaterra a América para iniciar una nueva y fructífera vida. Los Collins logran hacer fortuna a su alrededor, dando lugar a la ciudad que llevará el apellido de la familia, Collinsport. Con el paso de los años, y tras la trágica y misteriosa muerte de sus progenitores, Barnabas se convierte en el amo y señor de Collinwood Manor, el hogar de los Collins, viviendo como un rico, poderoso y mujeriego hombre de negocios. Pero su buena ventura termina el día en el que comete el grave error de romperle el corazón a Angelique Bouchard (Eva Green), una bruja despechada que le condena a un destino peor que la muerte: le convierte en vampiro y le entierra vivo.

Dos siglos después, Barnabas sale de su tumba y emerge en un mundo, la década de los setenta, muy distinto del que conocía…

Muchos supimos de la serie original justo en el momento en el que surgió el proyecto de llevarla a la gran pantalla, y a muchos se nos pusieron los dientes tan largos como los de Barnabas sólo de pensar lo que sería capaz de hacer Tim Burton con semejante material plagado de criaturas fantásticas. Es difícil pensar en un director más adecuado que él para hacerse cargo de un filme de estas características, claro que lo mismo pensamos con la nueva versión de “Alicia en el País de las Maravillas” y el chasco, para muchos, fue monumental.

De todos modos, nadie es perfecto y ni mucho menos infalible. Todos los directores tiene sus luces y sus sombras, y uno no pierde la esperanza en que uno de sus directores predilectos vuelve a demostrar su buen hacer en su siguiente trabajo, por muy mal que lo hiciera la última vez.


La historia de una familia maldita con un patriarca ancestral resurgido de la mismísima tumba para enfrentarse, de nuevo, a la malvada bruja despechada que lo condenó a la vida eterna como un chupasangre era, a todas luces, de lo más propicia para que Burton pudiera desplegar nuevamente sus encantos. Ahora bien, con la aparición del primer tráiler las sensaciones fueron un tanto –por no decir bastante- encontradas, y a la mayoría el asunto empezó a olernos a chamusquina. Quizás es que esperábamos encontrarnos con algo más cercano a “Sleepy Hollow” y no tanto a “Bitelchús” (ambas, eso sí, estupendas dentro de la filmografía del director), pero Burton es Burton y siempre hay que darle una oportunidad. 

Aquí demuestra que aún conserva el talento por el que es reconocido y que le ha hecho ganarse un lugar privilegiado  en el competitivo mainstream hollywoodiense. Sin embargo, sus aciertos son puntuales y cobran relevancia principalmente al inicio y al final de la función.

El prólogo es una de esas muestras de buen hacer. Nos resume con rápida solvencia (y atractivo escénico) la vida de Barnabas para introducirnos de lleno y sin muchos rodeos en el meollo de su maldición, y nos prepara el camino para que el salto de 200 años en el tiempo sea la chispita que encienda luego la trama que se desarrollará en el “presente” de 1972.

A partir de ahí, todo son altibajos propiciados, en su mayoría, por un guión (obra de Seth Grahame-Smith, escritor de las novelas “Orgullo y Prejuicio y Zombies” y “Abraham Lincoln, cazador de vampiros”), poco inspirado y falto de chicha. Unas carencias que parecen contagiarse en Burton, que se muestra mucho menos ácido y valiente que en la ya citada “Bitelchús”, y que aquí nos ofrece un cuento de terror-cómico de estilo camp al que le falta mucha más mala leche. Curiosamente, en dónde mejor funciona “Sombras tenebrosas” es en sus momentos trágico-shakesperianos, y también en las escenas en las que el terror se asoma por encima de lo cómico. Y aunque es obvio que el PG13 que ostenta la cinta no le permite a Burton mostrarnos los hábitos alimenticios de su protagonista en todo su esplendor, se agradece al menos que éstos no estén excesivamente dulcificados y que Barnabas siga siendo, ante todo, un vampiro que se alimenta de la sangre de sus inocentes víctimas.

Ahora bien, la disfuncional familia Collins, entre otros residentes, son meras comparsas que se mueven al son de Barnabas, que roba todo el protagonismo al que sus familiares pudieran aspirar. Los más damnificados: el visto y no visto de Jonny Lee Miller (aunque tampoco se le echa de menos), el desaprovechado Jackie Earle Haley como el mayordomo Willie Loomis; y Chloe Moretz, que está ahí para poco menos que hacernos saber que ha crecido y que ya le ha dicho adiós a la “niña actriz” para darle la bienvenida a la “actriz adolescente”. 

Michelle Pfeiffer como Elizabeth Collins Stoddard, la matriarca de la familia hasta la llegada de Barnabas, cuenta con mayor presencia, así como Helena Bonham Carter (la Dra. Julia Hoffman), una psiquiatra residente en el hogar de los Collins más centrada en darle a la botella que en hacerse cargo del pequeño David, un crío de diez años que asegura hablar con el fantasma de su difunta madre.


Ambas acompañan a un Depp más contenido que de costumbre. El actor, que hace tiempo parece haberse convertido en una parodia de sí mismo, se ajusta a la serenidad del personaje original y, con la ayuda de Burton, lo nutre de referencias (Nosferatu, Bela Lugosi…) para entregarnos un vampiro clásico que no decaiga en lo paródico. Depp deja a un lado la mayor parte de sus amaneradas gesticulaciones habituales e histrionismos varios para concebir un personaje emocionalmente torturado. Y aún así, y por raro que parezca en una cinta del tándem Depp-Burton, el rey de la función no es rey sino reina, porque con cada una de sus apariciones, Eva Green (la malvada bruja) arrasa. No es raro, pues, que las escenas que ambos comparten sean las mejores de toda la película. Cuando el tedio parece adueñarse de nosotros, aparecen uno u otro para darnos un toque de atención y traernos de vuelta al espectáculo “horroerótico” que de vez en cuando se marca el guión (ella, a base de escotazos, todo hay que decirlo).

Y suerte tenemos que sea Angie/Green, la gran villana, quién aporte algo de leña al fuego, porque la amada muchacha por la que Barnabas suspira, Victoria Winters (la nueva niñera de David), es la cosa -actriz y personaje- más insípida que uno se pueda echar a la cara, con lo casi nos ponemos de parte de la bruja.
La película, de todas formas, no ofrece toda la diversión que se le exigiría a una comedia de tal índole (a años luz de una “Familia Addams”, puestos a compararla con otra extraña familia del fantástico). Tampoco es lo terrible que el tráiler hacía sospechar y, desde luego, está muy por encima de ese infame blockbuster que Burton perpetró para Disney, pero no te deja plenamente satisfecho y da la sensación que a la familia Collins –no sólo a Barnabas- se le podría haber sacado mucho más jugo

Se hace hincapié en que “la familia es lo que realmente te enriquece”, pero en cambio ésta le importa un comino al guionista. ¿Por qué? Porque por encima de todo está Depp, Depp y, sobre todo, Depp. Por eso algún que otro golpe de efecto introducido en el clímax final (SPOILER-- esa chica-lobo… -- FIN SPOILER) queda tan metido con calzador…  Con tal de dar cobijo a todo lo “sobrenatural” que se le presupone a la historia, algunos detalles se fuerzan más de lo necesario.

En lo artístico, por supuesto, no hay tara ninguna. Y no es para menos si tenemos en cuenta que dichas funciones recaen en el diseñador de producción Rick Heinrichs, que ya trabajó con Burton en “Sleepy Hollow”.  Vale la pena destacar el lujoso caserón que alberga a los Collins, una ampulosa y abrumadora construcción en parte edificio real y en parte fruto de majestuosos decorados.

También anda por ahí otro viejo conocido de Burton, Danny Elfman, que compone una banda sonora algo ensombrecida por las numerosas canciones de la época que se escuchan a lo largo del metraje (espléndido y perfectamente introducido el “Nights in White Satin” de los Moody Blues). Es inevitable que ocurra algo así cuando se tira de catálogo musical, pero eso no resta méritos al compositor.

Por lo demás, una comedia de terror de aprobado raspado con momentos álgidos que intentan prevalecer ante un conjunto mayormente adormecido y acomodado en el piloto automático de su director.  No está ni entre lo mejor ni entre lo peor de su filmografía, por lo que en unos años su recuerdo no despertará ningún tipo de emoción ni tampoco resentimiento. 



Valoración personal:

domingo, 6 de mayo de 2012

"John Carter" (2012) – Andrew Stanton

John Carter (2012) – Andrew Stanton
Antes siquiera de que el término “ciencia-ficción” existiera como tal (fue acuñado –o más bien popularizado- por Hugo Gernsback en 1926 con la publicación de la revista Amazing Stories), la literatura contaba ya con autores que escribían relatos sobre viajes fantásticos y mundos perdidos. Muchos de aquellos pioneros “involuntarios” del género han gozado de una popularidad que se ha extendido hasta nuestros días, y de ahí que hoy no nos resulten desconocidos nombres tales como Julio Verne, H. G. Wells, Arthur Conan Doyle o Edgar Allan Poe, más conocido éste último por sus relatos en el campo del horror. Sin embargo, aquellos autores que surgieron con la sana vocación de crear obras para un mercado en plena ebullición, encontraron en los pulps la vía perfecta para desplegar toda su imaginería literaria.

Los pulps fueron publicaciones de pequeño tamaño y llamativas portadas a color impresas en papel barato (confeccionado –y de ahí el nombre- en pulpa de madera o de celulosa) que aparecieron a principios del siglo XIX y subsistieron hasta mediados del mismo. Especializados en el relato y la historieta, estos magazines podían adquirirse a un precio asequible gracias a su bajo coste de producción, y en ellos se podían encontrar historias de todo tipo, si bien las que marcaron –y proliferaron en- este soporte fueron precisamente las de corte fantástico. De ahí que en cierto modo se haya considerado la “ficción pulp” como un género (aglutinador de conceptos y autores) más que como un medio, que en el fondo es lo que era. 

A lo largo de esos cincuenta años, en estos pulps llegaron a escribir, durante su primera etapa, autores de tan –a posteriori- reconocido prestigio como H. P. Lovecraft o Robert E. Howard, y en siguientes incursiones aclamados escritores de ciencia-ficción como Isaac Asimov, Philip K. Dick, Ray Bradbury, Arthur C. Clarke, Frank Herbert o Robert A. Heinlein. 

Una de las revistas precursoras fue The Argosy, a la cuál siguieron otras célebres como la ya citada Amazing Stories (que le inspiró a un servidor para darle título a este humilde blog) o Astounding, su más directa rival en el mercado. Si bien estos dos pulps se centraban en la temática de ciencia-ficción, también surgieron otros que acogieron géneros como el terror (Weird Tales) o el policiaco (Detective Tales), o que destacaron por contar las aventuras de heroicos personajes como Doc Savage o The Shadow, quiénes llegaron a tener una segunda vida en las viñetas (considerándose así como los padres o, mejor dicho, los abuelos de los héroes y superhéroes actuales). 

Dentro del pulp de ciencia-ficción o fantaciencia, si aplicamos el término con el que se conocerían esas historias a caballo entre la ci-fi y la fantasía épica, hallamos a uno de sus autores más prolíficos: Edgar Rice Burroughs. Conocido por su más popular creación, ese héroe ataviado únicamente con un taparrabos llamado Tarzán (que, al igual que el Conan de Howard, germinó sucedáneos e imitadores varios; Ka-zar, Ki-Gor…), Burroughs alimentó la imaginación de los jóvenes lectores de la época escribiendo historias que transcurrían en lugares exóticos plagados de feroces criaturas, de inhóspitos parajes, de valientes y hercúleos guerreros y de exuberantes damiselas. Historias donde primaba la aventura pura y dura y cuyo afán literario - el mismo que el de escritores coetáneos- no iba más allá que el de proporcionar horas de entretenida y sana evasión. Así es como de su pluma surgió el héroe John Carter, protagonista de esa “Serie marciana” formada por once novelas ubicadas en un Marte ficticio llamado Barsoom.

La historia sigue a un veterano de guerra,  el ex capitán John Carter (Taylor Kitsch), que tras esconderse en una cueva huyendo de la implacable persecución de los indios es transportado de forma inexplicable hasta Marte. Una vez allí, Carter se verá envuelto en un conflicto de proporciones épicas con los habitantes del planeta, entre los que se encuentran Tars Tarkas (Willem Dafoe) y la cautivante Princesa Dejah Thoris (Lynn Collins). En un mundo al borde del colapso, Carter redescubrirá su humanidad al advertir que la supervivencia de Barsoom y su gente está en sus manos.


La obra de Burroughs no sólo inspiró a escritores coetáneos y posteriores sino que influyó sobremanera en el cómic, la televisión e incluso el cine. Quizás una de las producciones más representativas acerca de la huella que John Carter ha dejado en la cultura popular sea Star Wars, algo que el propio George Lucas ya ha admitido en alguna ocasión. Tanto su saga como otras películas o seriales han bebido a menudo de las mismas fuentes, y entre ellas se encuentra, por supuesto, Burroughs. De ahí que en cierto sentido lo que nos muestra esta película no nos resulte para nada novedoso. El cine se ha alimentado tanto de las aventuras de John Carter, que llegada la hora de llevar al personaje a la gran pantalla, al público le embarga una inevitable sensación a déjà vu. De hecho, no fueron pocos los que, con la aparición de los primeros avances, tildaron al “John Carter” de Disney de ser una burda copia o una mezcla de películas ya conocidas como la ya nombrada Star Wars, Prince of Persia, Conan y un largo etcétera. Algo similar le ocurrió hace unos años al Solomon Kane de Robert E. Howard, cuyo primera aparición en cines llegó después de que Stephen Sommers se inspirara en él para crear su “Van Helsing”, un fallido pupurrí entre el cazavampiros de Bram Stoker y el Kane de Howard. 

Lo que para muchos supone un material original y admirable, para otros, desconocedores (y con todo el derecho del mundo, por supuesto) de la obra precedente, no es más que otro pastiche que suena a ya visto. Por ello a algunos nos duele que John Carter haya tardado tanto en pasarse al celuloide, pero también es cierto que la tecnología actual es la que ha permitido plasmar con mayor fidelidad y calidad aquél mundo y aquellos seres que Burroughs concibió en su vasta imaginación.

Los impedimentos técnicos, cuando no la estrechez de miras, es lo que han retrasado tanto la llegada de un John Carter cinematográfico. En los años treinta hubo un primer intento de llevar a cabo una adaptación en formato animado bajo el amparo de MGM, pero el proyecto no llegó a cuajar por la falta de interés de los exhibidores. En la década de los 50, el maestro del stop-motion Ray Harryhausen se mostraría interesado en trasladar semejante material a la gran pantalla, pero no sería hasta treinta años después, en los ochenta, cuando los productores Mario Kassar y Andrew G. Vajna (Acorralado, Desafío total) se hicieron con los derechos para Walt Disney Pictures con la idea de producir una cinta que supuestamente tenía a Tom Cruise en la piel John Carter y al artesano John McTiernan en la silla de director. Obviamente, jamás vio la luz.

El momento en el que más cerca estuvo de hacerse realidad fue en 2005, cuando el proyecto recayó en Paramount y en las manos de Jon Favreau tras pasar por las de Robert Rodríguez y las de Kerry Conran (Sky Captain y el mundo del mañana). Sin embargo, el estudio no renovó los derechos, prefiriendo decantarse por la franquicia de Star Trek con J.J. Abrams a la cabeza, y Favreu acabó retirándose y recogiendo los bártulos para irse con Marvel a rodar su primer gran éxito, “IronMan”. 

Esto nos lleva a 2007, cuando Disney recupera de nuevo los derechos y se anuncia a bombo y platillo que Pixar debutará en el campo de la acción real dejando la dirección de John Carter a cargo de un hombre de la casa, Andrew Stanton (Buscando a Nemo, Wall-E). A muchos se nos pusieron los dientes largos y empezamos a salivar con la idea de que el estudio del flexo fuera el responsable de tal hazaña. Pero cuál fue la sorpresa que con los primeros afiches de la película no había rastro de mención alguna a Pixar, quedando de ésta tan sólo el nombre del director como única conexión con el estudio y presentándose al mundo una superproducción genuinamente Disney. Por el camino, además, el título perdería el “de Marte” para quedarse en un escueto “John Carter” (que suena más a biopic que a cinta de aventuras). Esto último me disgustó sobremanera, si bien tras el visionado de la película reconozco que el recorte ha quedado bien justificado. Digamos que Carter se gana el apelativo en el transcurso de los acontecimientos que tienen lugar en esta primera –y probablemente única- película.

El filme de Stanton aborda el nacimiento del héroe haciendo acopio tanto de su primera aparición literaria en “Una princesa de Marte” como de su continuación, “Los dioses de Marte” (toda la parte relacionada con los Therns), lo que le ha permitido a Stanton y a su equipo de guionistas confeccionar un guión con el que rellenar ciertos recovecos que encerraba el universo marciano de Burroughs. Así es como el viaje de Carter de la Tierra a Marte goza aquí de una explicación que a su vez está ligada a uno de los elementos clave de la trama. Estos pequeños detalles, tomados más a la ligera en la fuente literaria, están aquí más mimados.

La fusión de ambas novelas, no obstante, resta protagonismo a algunos personajes que acompañaban la primera aventura de Carter. Sarkoja, por ejemplo, un ser despreciable y de lengua viperina relegado aquí a un papel muy secundario, o el personaje encarnado por James Purefoy, Kantos Kan, que podría haber dado más juego como aliado de Carter y Dejah Thoris, quiénes ejercen finalmente como principales pilares de la historia junto a Sola y Tars Tharkas.


De todos modos, mi pretensión nos ni mucho la de realizar una exhaustiva comparación entre novela y adaptación. En primer lugar, porque no creo que lo necesite, valiéndose perfectamente de un juicio exclusivamente cinematográfica por mi parte para juzgarla como el entretenimiento que es; y en segundo lugar porque no tengo dichas novelas frescas en la memoria y no quisiera que mi memoria pez me jugara una mala pasada que me dejara en evidencia. 

Lo que sí me veo obligado a apuntar es la redefinición y actualización de dichos personajes. Carter pasa de ser un orgulloso confederado a un ex soldado buscador de oro resentido con su pasado militar y su gobierno por culpa de una tragedia del pasado, lo que le otorga algo de fondo al héroe, emparentándose en ocasiones con el no menos habitual rol de antihéroe. Claro que las reticencias iniciales de Carter a ayudar a los demás duran lo que su consciencia es capaz de aguantar sin sentir la necesidad de hacer lo que debe, ya sea por ética como por amor. Y es que el público siempre busca, en este tipo de historias, al héroe de nobles valores, y no iba ser Disney quién no se lo diese. 

Dejando de lado el look melenudo, lo cierto es que físicamente Taylor Kitch da el perfil de John Carter, si bien no es un actor que desborde demasiado carisma y eso hace que el personaje se resienta poco, pese a los vanos intentos de los guionistas por introducir líneas jocosas en sus diálogos que lo hagan parecer un héroe más socarrón.

Por su parte, Dejah Thoris es toda una mujer de armas tomar en consonancia con la mujer moderna. De la arcaica damisela en apuros pasamos ahora a una princesa marciana guerrera y que sabe valerse por sí misma. Tampoco luce tan ligerita de ropa como Burroughs la describió (“… completamente desnuda, excepto sus ornamentos muy bien forjados…”), algo que ya era de esperar tratándose de una superproducción de corte familiar. No obstante, a nivel físico se ajusta al prototipo imaginado y descrito por Burroughs, con su espléndida cabellera negra como el tizón, su piel de un tono rojizo como el cobre, de rostro extremadamente bello (mérito aquí a la abrumadora belleza natural de Lynn Collins) y de facciones exquisitas y magníficamente delineadas. 

Dejah Thoris es  la princesa de Helium, ciudad poblada por la raza humanoide de Barsoom (conocida como los Marcianos Rojos) y que está en constante conflicto con sus semejantes de la ciudad de Zodanga. Y John Carter se verá envuelto en medio de esta guerra al tiempo que intenta ganarse la confianza de otra de las razas pobladoras de este extraño Marte: los Tharks, unas gigantescas criaturas verdes provistas de un par de brazos a cada lado del cuerpo y de unos largos colmillos inferiores que sobresalen amenazantes de sus fauces.

La recreación de estos eres, así como la de otras formidables criaturas que hacen acto de presencia en la película (los grandes monos grises del coliseo Thark; el simpático y veloz Whoola, esa especie de fiel perro guardián que acompaña a Carter a todas partes) están perfectamente recreados por ordenador, si bien tampoco estamos ante la anunciada “revolución tecnológica” que tanto quisieron vendernos durante la preproducción del proyecto. Y es que tras la aparición de Avatar, que mostró una notable mejoría técnica en el campo de la motion capture (un tema del que ya hablé en su día en la respectiva crítica de la película), algunos estudios como Disney han fanfarroneado con la posibilidad de superar su CGI o su 3D. Tras la fallida intentona con Tron Legacy,  “John Carter” iba a ser “la nueva Avatar” en materia de efectos especiales, y aunque el resultado es meritorio (faltaría más teniendo en cuenta que se han gastado 250 millones de dólares), no hay sensación alguna que de esto sea el cacareado no va más.


 De todos modos, es evidente que el trabajo visual y el diseño de producción son una de las grandes bazas de esta película, sino la única. El problema de filme de Disney reside en que no se le saca todo el provecho a los elementos de los que se dispone, y pese a contar con un universo idóneo, la película es, en cierto modo, muy poco espectacular. Su impacto reside en el despliegue virtual, pero no goza de la representación adecuada para dejarnos boquiabiertos ni para hacernos vibrar en la butaca. Al poco acierto en la dirección de actores de Stanton se une su falta de dinamismo y su pobre ejecución de las secuencias de acción. 

La espectacularidad de John Carter reside en lo que muestra pero no en cómo lo muestra, es decir, en los increíbles monstruos y las esplendorosas naves, pero no en cómo se utilizan éstos.  El universo creado por Burroughs brinda un espacio único para el desarrollo de atractivas batallas y lujosas escenas de acción, pero Stanton no alcanza nunca ese cénit. 

La tan promocionada secuencia de Carter peleando con dos grandes monos grises se queda en nada y menos, así como los distintos enfrentamientos entre Carter y los Tharks o entre éstos y los marcianos rojos terminan sabiendo a poco. La acción, que se concentra principalmente al principio y al final del metraje (dejando el espacio intermedio algo huérfano de altos picos de adrenalina), es llamativa pero escasamente contundente. La película está falta de épica (por mucha enfatización que intente otorgarle Michael Giacchino a través de su notable banda sonora), falta de verdadera emoción pulp que nos haga desear vivir una aventura similar a la de John Carter. Se puede decir que logra entretener pero no cautivar, y quizás ese sea el motivo por el cual tuvo una tibia acogida entre el público, la mayor parte del cual no se mostró excesivamente entusiasta con el resultado. Las cifras no han acompañado a “John Carter”, que sufrió un decepcionante recibimiento en suelo americano y una mejor aceptación en el extranjero (sobre todo en Australia y en países europeos como España, Francia, Alemania, Reino Unido y Russia) que, sin embargo, no la salvan del descalabro económico. 

Disney ha invertido demasiado dinero en la adaptación de unas novelas centenarias que muy pocos conocen. No es lo mismo adaptar a Burroughs (cuyo famoso personaje es Tarzán y no Carter) que adaptar algo como Harry Potter, que cuenta con legiones de fans por todo el mundo. Tampoco ha habido ninguna estrella de la lista A (un Hugh Jackman o un Brad Pitt, por ejemplo) que tire del carro para atraer a las masas a las salas de cine y, lo que es peor, durante la promoción todo sonaba a ya visto, lo que ha hecho despertar muy poco interés en el espectador potencial de la película. Amén de que el tono familiar en ocasiones deriva en lo infantil, algo que no le ha beneficiado nada. 

De todos modos, no siempre existen motivos que justifiquen un fracaso, y en este caso no hay ninguno en particular que apoye en demasía el palo que ha recibido John Carter. Es cierto que no ha contentado como debía y que no es la gran película de aventuras que se esperaba y que debía haber sido, pero antes que ella se han estrenado producciones muchísimo peores que, sin embargo, han acabado arrasando en taquilla (al lector se le ocurrirán buenos ejemplos, así que no es necesario que servidor los cite). Por esa razón creo que el trato que ha recibido el “John Carter” de Disney es algo injusto. 

El estudio anunció unas pérdidas de alrededor de 200 millones de dólares, lo que ha dejado al filme de Stanton sin posibilidad alguna de conocer una secuela. Y es una verdadera lástima porque el universo de escribió Burroughs tiene mucho potencial en pantalla y se le podría sacar todo el jugo en futuras continuaciones, siempre y cuando estuvieran a los mandos de un equipo capacitado para ello (el detalle más curioso de esta adaptación ha sido, a mi juicio, el mezclar realidad y ficción, convirtiendo a Burroughs en un personaje más de la película). 

Un servidor desea sumergirse en más aventuras con sabor pulp, desea ver y conocer más sobre Barsoom, desea volver a encontrarse con el valiente John Carter y la hermosa Dejah Thoris… Pero parece que habrá que esperar unos años a que eso ocurra y sean otros los que lo intenten de nuevo.

Quizás “John Carter” fuese un fracaso anunciado, y quién sabe, quizás con el tiempo hasta se convierta en pieza de culto, pero lo que está claro es que hoy en día para producir un entretenimiento de 250 millones de dólares hay que confiar mucho en el producto que se está realizando, y probablemente en Disney han pecado de optimistas. Sus pretensiones (y sus promesas) no se han visto cumplidas ni en lo artístico (calidad mejorable) ni en lo económico (cero beneficios), y este duro revés seguramente afectará a futuras decisiones que tome el legendario estudio del ratón en materia de blockbusters.

Valoración personal: