domingo, 10 de noviembre de 2013

“El caso de Lucy Harbin” (1964) – William Castle


Afamado productor y director de más de una treintena de títulos (en su mayoría westerns y films de terror), William Castle se hizo todo un nombre en la industria del cine gracias a sus producciones de bajo presupuesto.  En la línea de un Roger Corman, combinando sus habituales labores como director con las de productor, elaboró productos de serie de B de forma rápida, barata y eficaz, lo que le hizo ganarse una notable reputación. Aunque si algo le hizo realmente famoso, fueron sus revolucionarias (entre comillas) e imaginativas triquiñuelas publicitarias.

Con tal de llamar la atención de la prensa y, por ende, del potencial espectador, y conseguir una repercusión añadida a sus estrenos, Castle hurdía una serie de trucos para la proyección de sus películas. Todo empezó con su primer film como productor, “Macabre”, para la cual dispuso enfermeras y coches fúnebres aparcados fuera de las salas de cine, e hizo que con cada entrada se entregara un seguro de vida (con una póliza de 1.000 dólares) en caso de que el espectador muriera de miedo durante el visionado de dicha película.

“Macabre” fue todo un éxito y Castle no dudó en recurrir a toda una variedad de trucos (no siempre tan efectivos) para sus siguientes proyectos, y que iban desde hacer flotar un esqueleto frente a la pantalla durante los últimos minutos de “House on Haunted Hill”(1959) a incluso hacer partícipe a la audiencia del destino final del villano en “Sr. Sardonicus” (1961), entregándole así al espectador una tarjeta con un pulgar que brillaba en la oscuridad y que éste podía mantener hacia arriba o hacia abajo para decidir si el señor Sardonicus se libraba o no de la muerte (curiosamente, el público jamás fue clemente con el personaje, por lo que el final alternativo nunca llegó a proyectarse).

La figura de Castle, con sus simpáticos e ingeniosos trucos, fue indirectamente homenajeada por Joe Dante en “Matinee”, uno de sus films más personales y reivindicables. Y es que pese a la abundancia de títulos, algunos de ellos muy competentes e incluso convertidos ahora en clásicos del género (véase House on Haunted Hill, de la que se hizo un olvidable remake a finales de los 90), la fama de Castle se ha reducido casi siempre a esta anecdótica particularidad, la cual ha sido imitada a posteriori por otros cineastas y productores.

La película que nos ocupa, “Strait-Jacket”, dirigida por el propio Castle y conocida por nuestras tierras como “El caso de Lucy Harbin”, no se libró tampoco del uso estos trucos, y a la entrada de los cines los espectadores fueron obsequiados con pequeñas hachas de cartón. Por qué hachas, os preguntaréis. Pues porque como bien muestra el cartel de la película, ésta es la brutal arma homicida que emplea nuestra asesina protagonista.


La historia comienza cuando Lucy Harbin llega a casa y encuentra a su marido acostado en la cama con su amante. En un salvaje arrebato de furia, Lucy agarra el hacha que emplean para cortar madera y decapita a ambos en presencia de Carol, su hija pequeña. Tras 20 años encerrada en un hospital psiquiátrico, Lucy es dada de alta y enviada a vivir con su hermano Bill y su cuñada Emily, quienes se hicieron cargo de la pequeña Carol en ausencia de sus padres.

El difícil encuentro con una Carol ya adulta y el doloroso recuerdo de los terribles actos del pasado, perturban el bienestar mental de Lucy, evidenciando que quizás no esté del todo recuperada y que, en el peor de los casos, pueda retomar sus viejas costumbres asesinas.

Quizás no tan conocida como “House on Haunted Hill”, y sí más denostada por parte de la crítica que aquella, lo cierto es que “El caso de Lucy Harbin” es uno de los trabajos más sugerentes y notables del William Castle director. Lo que de algún modo demuestra que las mejores obras no son siempre las que perduran en el recuerdo del colectivo cinéfilo.

Rodada en blanco y negro y con un presupuesto visiblemente modesto, la cinta está protagonizada por una sesentona  Joan Crawford en el papel de la “demente” Lucy Harbin. Crawford fue una de las pocas estrellas (de las más importantes y mejor pagadas) del cine mudo que sobrevivió a la aparición del sonoro. Por aquella época (los 60), sus años de gloria habían quedado atrás,  si bien aún pudo retrasar un poco más su retirada del cine prestándose a cintas como ésta.  Para algunas actrices de su edad, como Barbara Stanwyck o Bette Davis (con la que coincidiría en la popular “¿Qué fue de Baby Jane?”, un hecho insólito teniendo en cuenta la consabida mala relación que existía entre ambas), el género de terror o el thriller supusieron una nueva vía de escape para seguir manteniendo a flote sus carreras. A estas cintas, frecuentes durante los 60 y 70, se las conocía coloquialmente como psicho-biddy, hag horror Grande Dame Guignol, siendo su principal característica el estar protagonizadas por peligrosas y mentalmente inestables mujeres de edad avanzada.

En ese sentido, Crawford consigue en este psico-drama toda una prodigiosa composición que despierta en el espectador distintos y encontrados sentimientos hacia su personaje. Desde la inquietud y repugnancia por sus violentos asesinatos o la desaprobación por sus coqueteos con el prometido de su hija, hasta la lástima y la compasión que nos evoca cuando se nos muestra como una corriente e indefensa anciana.

La angustia y sufrimiento constantes de Lucy van mermando paulatinamente sus esfuerzos por mantenerse en un estado mental saludable. Es tanto el miedo a sucumbir a una recaída para quienes la rodean (su hija, su hermano, su médico…) como para ella misma. Más aún cuando las circunstancias a las que se ve abocado su regreso se van enturbiando poco a poco a medida que algunas personas empiezan a desaparecer…


Lo cierto es que el devenir de la trama sugiere una aproximación bastante primeriza de la que a posteriori podrían a ser los sanguinarios mecanismos del slasher. El guión del escritor y guionista Robert Bloch (más conocido por ser el autor de la novela “Psicosis“) se guarda un as en la manga de cara al desenlace; un golpe de efecto al que la habilidad de Castle tras la cámara permite dotar de mayor credibilidad.

Prácticamente todas las decapitaciones que presenciamos ocurren fuera de plano. Castle opta por sugerir antes que mostrar, aprovechándose de un constante juego de sombras muy apropiado y que responde, sin duda, al interés de éste por el buen funcionamiento de los acontecimientos que concluyen la historia. Así es como el director se permite manejar la atención del espectador a su antojo, convirtiendo en imprevisible algo que, a día hoy y con tanto cine visto a nuestras espaldas, resulta bastante más deducible.

La experiencia nos convierte en perros viejos, pero eso no nos priva de disfrutar de una inquietante y perturbadora serie B genuinamente camp. Un cinta que pese al paso del tiempo aguanta bien el tipo y nos deja como legado una asesina absolutamente desquiciada  que bien merece un recordatorio dentro de la galería de famosos homicidas del género.  

Por otro lado, las últimas palabras de Lucy probablemente representen mucho mejor que otras películas lo que es el verdadero “amor de madre”. Un desenlace perfecto. Y como guinda del pastel, un simpático detalle final con el logo de Columbia alterado para la ocasión: tras el último plano, la dama de la antorcha aparece decapitada, con la cabeza a los pies y sin llama en la antorcha.

Una práctica, la de recrearse con el logo del estudio, bastante habitual en nuestros días, pero poco frecuente en  aquellos tiempos (y menos aún de forma tan sádica).

P.D.: No está de más añadir que al William Castle productor le debemos todo un clásico del género: “Rosemary's Baby”, bautizada en nuestro país con el desafortunado título de “La semilla del diablo”.


Valoración personal: