jueves, 27 de septiembre de 2012

“Salvajes” (2012) – Oliver Stone

Crítica Salvajes 2012 Oliver Stone

La llegada de "Salvajes” a nuestras carteleras coincide con su reciente proyección en el Festival de Cine de San Sebastián, dónde ha tenido una acogida más bien dispar entre los asistentes. Precisamente en dicho Festival, tanto su director, Oliver Stone, como uno de los integrantes del reparto, John Travolta, han sido obsequiados con un Premio Donostia, uno de los galardones más apreciados del certamen dado su carácter honorífico. Y no seré yo quién le reste méritos a ambos para merecer tal reconocimiento  (y menos en el caso de Stone), pero hay que reconocer que este año los premios Donostia se han repartido como churros.

Premios a parte, la película supone una nueva oportunidad para el cineasta de seguir en la brecha y recuperar algo del prestigio que se le negó con su anterior trabajo, la injustamente denostada secuela de “Wall Street”.

Ben (Aaron Taylor-Johnson) y Chon (Taylor Kitsch) son dos amigos de Laguna Beach que comparten novia y negocio. Como socios, se dedican al cultivo y distribución de una marihuana de excelente calidad. Su chica es Ophelia (Blake Lively), aunque ella prefiere que la llaman por su diminutivo, O. Los tres disfrutan juntos de la vida sin molestar a nadie. Sin embargo,  llega un día en que su lucrativo negocio llama la atención del cartel mexicano liderado por la despiadada Elena, apodada “La Reina” (Salma Hayek), a quién secunda su brutal mano derecha Lado (Benicio Del Toro) y Alex (Demián Bichir), un abogado sin escrúpulos. 

Elena exige asociarse con Ben y Chon, pero los jóvenes rechazan su propuesta de negocio. Es entonces cuando el cartel decide secuestrar a O exigiéndoles como rescate el dinero que han ganado durante los últimos cinco años. Aunque en principio los jóvenes se muestran dispuestos a pagar, no tardarán en idear un plan para rescatar a su chica y vengarse de sus secuestradores.

Lo último de Stone es un thriller criminal a secas, sin ningún tipo de discurso político o social que pueda ser objeto de polémica, más allá de las consideraciones personales que pueda suscitar en cada uno de nosotros la historia que el director nos cuenta. Una historia, por cierto, basada en la novela negra superventas de Don Winslow, la cual está incluida en el Top 10 del New York Times de 2010.

El trío –y nunca mejor dicho- protagonista lo conforman una chica y dos chicos muy distintos entre sí.

Chon, un exsoldado desencantado del mundo que le rodea, fue miembro de los SEAL de la Marina estadounidense y luego mercenario. Es un tipo duro afín a la ley del más fuerte. Su modo de solucionar los problemas pasa siempre por la violencia.

Ben, por el contrario, no tiene nada que ver con su amigo. Es un joven pacífico y caritativo que emplea su tiempo y el dinero que gana con la venta de marihuana para intentar hacer del mundo un lugar mejor, especialmente para los más necesitados.

Ben y Chon son el yin y el yan, pero se complementan a la perfección. Les une no sólo una larga amistad y un negocio en común, sino también su amor por Ophelia, con quién comparten sus vidas y sus corazones.


Ophelia necesita a ambos para sentirse completa. Necesita la ferocidad de Chon y la bondad de Ben. Tal como lo describe ella, cuando le apetece echar un buen polvo, tiene a Chon para satisfacer sus necesidades; y cuando desea hacer el amor, es Ben quién la complace. Los tres forman un matrimonio perfecto y bien avenido. En su caso, tres no son multitud sino la cifra perfecta. Pero en su idílico estilo de vida se entromete Elena, y a partir de ese momento ya nada volverá a ser como antes…

La intromisión de “la Reina” del cartel mexicano en su mundo perfecto es más que el inicio del fin de un bonito negocio. Es un punto de inflexión en la vida de Chon, Ben y Ophelia; sobre todo de estos dos últimos, que ya no serán los mismos tras los acontecimientos que se sucederán después de su primer encuentro con el cartel.

Stone nos sumerge en una guerra sin cuartel contra el imperio de la droga. En principio, parece una lucha desigual cual David y Goliath, pero los protagonistas no tardarán en encontrar la piedra que les ayude a vencer a la bestia, aunque por ello deban sacrificar todo lo que tienen y confiar en aquellas personas de las que uno no siempre se puede fiar. Y es que si algo comparten gran parte de los personajes de la trama, es que la confianza entre unos y otros es más bien escasa.  

Despiadados traficantes rivalizando por quedarse con el mercado, un agente corrupto de la DEA (John Travolta) tratando de sacar su parte del pastel, y en medio dos jóvenes empresarios que han crecido demasiado como para seguir pasando desapercibidos. Y nadie es de fiar porque lo que está en juego, para unos y otros, es muy valioso.


Stone logra contarnos esta historia de amor, poder y venganza  sin escatimar en violencia, empleando alguna que otra trampa narrativa (SPOILERS– la pequeña mentirijilla que nos suelta O al inicio, y ese innecesario y más bien gratuito doble final – FIN SPOILERS), y reduciendo sus excesos visuales y narrativos a niveles más que aceptables. Vamos, que esta no es otra “Asesinos natos”, y para quién esto escribe, eso es un alivio.

La ausencia de discurso crítico (aunque sí se intuye cierto posicionamiento a favor de legalización de la marihuana) permite al director centrarse exclusivamente en la evasión  que ha de proporcionarnos durante estas largas –demasiado- dos horas salpicadas de sexo, violencia, ambición, traición, amor, amistad y sucia maldad. Stone logra su propósito no sin ciertos altibajos, pero con suficiente garra y descaro como para no lamentar en absoluto su visionado. 

Si bien parece difícil que volvamos a recuperar al Oliver Stone de JFK o Platoon (por poner un par de ejemplos de sus mejores trabajos), es posible que con “Salvajes” se reconcilie con aquellos que ya lo daban por acabado. Por lo menos sigue mostrando buen hacer dentro de su faceta más apolítica y menos provocadora.

De paso, nos obsequia con una Salma Hayek desatada (y un pelín sobreactuada), un Benicio Del Toro deliciosamente cruel, un Taylor Kitch para el que aún hay esperanza en el cine (pese a John Carter y Battleship) y un Aaron Johnson que pide a gritos un papel protagónico a la altura de unas capacidades aún no debidamente exploradas. Ah, y también recuperamos a Travolta, que aunque acumule tantos kilos de más en el cuerpo como liftings en la cara, sigue molando lo suyo.



Valoración personal:

viernes, 21 de septiembre de 2012

“Contrarreloj (Stolen)” (2012) – Simon West

Crítica Contrarreloj (Stolen) 2012 Simon West

Cuanto más tiempo pasa, más cuesta recordar aquellos tiempos en los que Nicolas Cage no daba vergüenza ajena. Tiempos en los que, pese a sus innegables limitaciones interpretativas, lograba cumplir con su trabajo y caerle más o menos simpático al espectador. Incluso hubo una época en la que Cage molaba. Sí, de verdad. A mediados-finales de los noventa, en Hollywood quisieron convertirlo en una estrella y en todo un héroe de acción, y vaya si lo consiguieron. Sirvan como prueba de ello películas como La Roca, Cara a cara, Con Air, Ojos de serpiente o 60 segundos… Pasatiempos que en su mayoría, librándose uno de prejuicios, resultaban la mar de disfrutables.

Entre medias, Cage también se dejaba ver en producciones dramáticas con el fin de evitar el encasillamiento y exigirse más como actor. Pero llegados un buen día su carrera empezó a tambalearse peligrosamente e ir cuesta abajo a una velocidad vertiginosa. Esto ocurrió más o menos después de “El señor de la guerra”, el último trabajo de su reciente filmografía que merece la pena rescatar/recordar. Después de aquella, la carrera de Cage ha sido un cúmulo de malas decisiones, de aceptar guiones sin mirar, de venderse al  mejor postor, de lucir ridículos peluquines y de rodar subproductos como churros (algunos de ellos, acabando directamente en las estanterías del videoclub). 

No le vamos a negar algún que otro acierto puntual (su papel en “Kick Ass”), y puede que no todos sus trabajos comerciales hayan sido esperpentos (“El aprendiz de brujo” se dejaba ver…), pero es evidente que Cage ha terminado convertido en una parodia de sí mismo; en un actor víctima del negocio, que trabaja sin parar única y exclusivamente por la pasta y sin apenas asumir riesgos.  Y su último y rutinario thriller de acción no va mejorar esa imagen que ahora tenemos de él.

Will Montgomery (Nicolas Cage) es un veterano ladrón de bancos que, tras ser traicionado en un atraco, es condenado a 8 años de prisión. Tras cumplir con su condena,  sale de la cárcel dispuesto a empezar una nueva vida dejando atrás su pasado criminal e intentando reconstruir su relación con su hija Allison. Pero entonces aparece Vincent (Josh Lucas), un antiguo socio que secuestra a Allison y le exige a Will diez millones de dólares a cambio de volver a verla con vida. Con sólo unas pocas horas para conseguir el dinero, a Will no le queda otra que volver a las andadas y dar un último gran golpe que le permita recuperar a su hija.

“Contrarreloj” supone el reencuentro de Nicolas Cage y el director Simon West quince años después de la gloriosa “Con Air” (a la que se le hace algún que otro guiño). Los tiempos han cambiado y las carreras de ambos han ido a menos, si bien West ha recuperado últimamente algo de crédito gracias a la resolutiva “The Mechanic” y, sobre todo, a “Los mercenarios 2”.

Ahora bien, su eficiencia (bastante notable) tras la cámara poco tiene que hacer esta vez con el guión repleto de topicazos que ha escrito David Guggenheim, autor de “Safe House” (aka El invitado). 


Lo cierto es que el inicio augura una película mejor de la que luego nos encontramos. Sus primeros minutos, en los que Cage y su pandilla bordan casi hasta el último segundo un atraco a un banco, es de lo mejorcito de estos 96 minutos de trepidante persecución a contrarreloj. Además incluye una persecución automovilística que, sin ser especialmente espectacular, resulta bastante resultona gracias a la mano de West. 

Pero estas buenas vibraciones no tardan en derrumbarse cuando la película nos traslada ocho años después en el tiempo, con Cage fuera de la cárcel intentando recuperar el tiempo perdido con su hija y su ex compañero de robos haciendo todo lo posible para que dicha tarea sea aún más complicada de lo que parecía.

La idea del ladrón recién salido de la cárcel con seria intención de reformarse pero obligado a volver a cometer un último golpe es algo que ya hemos visto demasiadas veces. El propio Cage llevó a cabo un rol similar en la ya citada “60 segundos”. Tampoco es que el secuestro de la hija del protagonista sea más novedoso, sino todo lo contrario; una premisa quemada a más no poder. Y lo cierto es que juntar ambos elementos en una sola trama no es algo necesariamente malo, si sabes mantener el interés del espectador. Y aquí ese interés es justito, justito…

Esta vez el problema no es Cage, que más o menos aguanta el tipo a base de carrerillas de un lado para otro, sino el malote de turno a manos de un histriónico Josh Lucas.


 Pase que Malin Ackerman sea un florero, que Danny Huston sea un poli medio panoli absurdamente obsesionado con Montgomery  o que la hija del héroe nos importe un bledo, pero que el villano sea patético es intolerable

Todo lo que envuelve al personaje de Vincent resulta bastante risible. Su decadente transformación, su deseo de venganza, sus acciones (SPOILER-- el asesinato del policía, así sin más --FIN SPOILER) y, sobre todo, lo surrealista que resulta acabar con él (el desenlace es más propio de un slasher con Michael Myers o Jason Vorhees). Pero lo peor es un Josh Lucas irreconocible (no sólo por su aspecto), cargante y pasado de vueltas.

Quitando esto, la película se puede llegar a digerir sin peligro de indigestión, aunque es una lástima que el reencuentro entre Cage y West no haya dado mejores frutos. Pasable (no sin reparos) y olvidable.



Valoración personal: 

jueves, 13 de septiembre de 2012

“The Possession (El origen del mal)” (2012) – Ole Bornedal

The Possession (El origen del mal) 2012 Ole Bornedal

Casi cuarenta años son los que han transcurrido desde el estreno de “El exorcista” de William Friedkin, y en todo este tiempo aún no me he topado con una sola película de posesiones demoniacas/exorcismos que supere o tan siquiera alcance el nivel de horror mostrado por este clásico indiscutible del género. Y no será porque no se haya intentado...

Películas de misma índole las ha habido a patadas, pero es difícil dar con alguna no ya que dé algo de canguelo (cosa que, a cierta edad o madurez cinéfila, es casi imposible) sino que al menos logre sugestionarte lo suficiente como para dejarte bien clavado en la butaca. 

Mucho efectismo barato y poca chicha es lo que predomina en el subgénero.  Pero si tuviera que salvar a alguna de la quema, probablemente elegiría “El exorcismo de Emily Rose” por su habilidad para conjugar el terror con el drama judicial, aportando algo de frescura a un tipo de películas que, su mayoría, están todas cortadas por el mismo patrón (deudor del film de Friedkin, obviamente).

Tras los frustrados intentos de recientes producciones como “El rito” (flojilla), “El último exorcismo” (mediocre) o incluso la española “La posesión de Emma Evans” (horrible), llega ahora “The Possession”, que en nuestras tierras trae de regalo la “original” coletilla “El origen del mal”.

Hace un año que Clyde (Jeffrey Dean Morgan) y Stephanie (Kyra Sedgwick) están divorciados. Durante este tiempo, las dos hijas pequeñas que tiene en común viven con su madre y pasan los fines de semana con su padre. En uno de sus días paternales, la pequeña Emily (Natasha Calis) y su padre hacen una parada en un mercadillo y compran, entre otras cosas para el hogar, una extraña caja que enseguida atrae la mirada de Emily.
 
A partir de ese momento, empezarán a producirse extraños sucesos que trastornarán por completo el comportamiento de la niña.

Resulta un tanto insultante acercarse a una película de terror sobrenatural que se presenta bajo la absurda artimaña de “Basada en hechos reales”. La frase, que se atribuye siempre a films de estas a características con el fin de sugestionar al espectador, suele producir a menudo el efecto contrario en aquellos que no nos dejamos embaucar tan fácilmente. En este caso, para más inri, la idea surge de un mero anuncio publicado en eBay en el que se subastaba una antigua caja de madera que, supuestamente, contenía en su interior un dibbuk, un espíritu malvado de tradición judía.

A partir de ahí y sin saber cómo, ha surgido esta película, la enésima propuesta de niña poseída (¿por qué siempre son chicas?) por un ser diabólico. ¿La novedad? La procedencia judía del espíritu en vez del tan manido demonio de origen cristiano, y que el punto de partida sea un objeto, aparentemente, inofensivo (la dichosa caja). El resto, lo mismo de siempre y sin nada especialmente destacable.

 
En realidad, todas las culturas y todas las religiones tienen su propio catálogo de seres sobrenaturales. Tan sólo es cuestión de rebuscar bien entre leyendas populares y libros de mitología para encontrar buen material para una película de terror.
 
De cajas malditas o peligrosas tampoco anda corta la cinematografía de género. Desde la Caja de LaMarchand que usan los cenobitas de “Hellraser” hasta la caja con bóton de “The Box”, pasando por la caja de los deseos de “Night Train”. Todas tienen algo en común: deparan desgracias a sus propietarios.

En el caso que nos ocupa no se trata tanto de un objeto maldito en sí mismo sino de un recipiente que contiene o, mejor dicho, retiene a un espíritu maléfico. Evidentemente, abrir la caja significa liberar a dicho ser, y eso trae consecuencias desastrosas para la inocente Emily, que pasa de ser una niña cándida y preocupada por el mundo que le rodea a ser una cría triste, antisocial y violenta.

La obsesión de Emily por la caja acaba levantando sospechas en su padre (no es para menos), que tratará por otras vías menos convencionales de ayudar a su hija antes de que sea demasiado tarde. Aunque en éstos casos siempre me cuestiono el poco escepticismo de los protagonistas y cuán “fácilmente” acaban aceptando “la posibilidad sobrenatural” como la causa de todos sus males.

Bichos invadiendo hogares y cuerpos (¡puaj!), apariciones demoníacas y escalofriantes (más o menos), padres muy sufridores y creyentes/practicantes como último recurso para acabar con la bestia. El cóctel es el habitual y los lugares que se transitan también. Hasta tenemos a la niña subida a un columpio y echando malas miradas al personal, uno de las acciones más cliché del género de terror. 

Todo esto sería perfectamente viable sí, al menos,  despertara emociones fuertes, pero salvo algunos momentos puntuales donde de verdad el terror funciona por su sutileza, el resto es puro efectismo intrascendente. Y eso aún reconociendo que uno de los momentos más significativamente escalofriantes de la película (Emily, caja en mano, observando a la vieja en su habitación) le debe el 50% de su efectividad a la estruendosa banda sonora de Anton Sako.

En la dirección formal de Ole Bornedal hay cierta soltura que, desde luego, permite que la cinta se haga, como mínimo, entretenida, si bien los insertos de drama familiar para no hacer la propuesta tan aséptica son más propios de un telefilme de sobremesa. Por otro lado, también se permite algún toque de humor conscientemente paródico (la charla con el profesor universitario), mientras que otros momentos resultan involuntariamente cómicos.


Algunos pasajes están al servicio de los caprichos del productor, un Sam Raimi obsesionado desde siempre con “cosas que entran y salen de la boca”, como así lo atestigua su “Arrástrame al infierno”, entre otras. Aquí las polillas entran y salen de Emily a su antojo, aunque no es lo único: la niña tiene un demonio dentro... Literalmente (el cartel así lo atestigua). 

Bornedal, que sorprendió hace casi dos décadas con “El vigilante nocturno” (del que asumió también su remake yanqui) vuelve a suelo americano para dirigir un producto bastante rutinario dentro de los cánones del cine de terror (poco importa que el sacerdote sea católico o judío; su función en la trama es exactamente la misma a la que nos tiene acostumbrados el subgénero). Una película de exorcismos que ni molesta ni entusiasma, y que irremediablemente pasa a engrosar el abultado saco de “pelis del motón”

Y me sabe especialmente mal por Jeffrey Dean Morgan, un actor con mejor fortuna en el mundo televisivo (Sobrenatural o Magic City) que en el cinematográfico, donde ya acumula demasiados trabajos ramplones.
Los minutos finales, por cierto, son de traca; ni en la mejor “Destino final”. 

 

Valoración personal:

jueves, 6 de septiembre de 2012

“Dredd” (2012) – Pete Travis


Crítica Dredd 2012 Pete Travis
La primera vez que el personaje creado por el guionista John Wagner y el dibujante español Carlos Ezquerra vio la luz en las viñetas fue allá por 1977 en el número 2 de la publicación 2000 AD. A partir de ahí, éste fue asumiendo su propia cota de popularidad hasta convertirse en uno de los cómics más alabados de la historieta británica.

A mediados de los 90, cuando aún no proliferaban las adaptaciones de cómic como hoy, se intentó (recalco lo de “intentó”) trasladar la historia del Juez Dredd al celuloide contando con un gran presupuesto (90 millones de dólares) y una de las estrellas del momento, Sylvester Stallone, asumiendo el papel estelar. ¿Resultado? Uno de los fracasos más sonoros del actor, que además se ganó de propina una nominación a los Razzie (y por partida doble, ya que también fue nominado ese mismo año por “Asesinos”, de Richard Donner).

Además de no responder a las expectativas taquilleras del estudio, la película fue altamente criticada como adaptación. Principalmente, porque ese no era, según los fans, el Dredd de los cómics; un Dredd frío e implacable que jamás se quitaba el casco. Y es que aquello era un producto a mayor gloria de Stallone, que no permitió que su rostro se ocultara al público más minutos de la cuenta. Por otro lado, también se suavizó su violencia con respecto a su homónimo en papel y se le añadió unas fallidas notas de humor que recayeron en un insoportable –como de costumbre- Rob Schneider (el mayor lastre de la producción, sin duda).
Ahora, transcurridos más de quince años, Dredd regresa a la gran pantalla con la intención de hacernos olvidar aquella versión noventera y de contentar a los fans que pedían una adaptación en condiciones.

En un futuro cercano, Norteamérica es un páramo asolado por la radiación con una única y gran megalópolis: Mega City 1, una inmensa y violenta urbe con una población de más de 400 millones de personas. 

La delincuencia es el pan de cada día, y los únicos que pueden imponer el orden entre semejante caos urbano son los Jueces, que actúan como agentes de la ley, jueces, jurados y verdugos. Y la perfecta personificación de estos jueces es Dredd (Karl Urban), una leyenda viva de justicia blindada dedicado por entero a hacer cumplir la ley. 

Una misión aparentemente rutinaria lleva a Dredd y a su nueva compañera Cassandra Anderson (Olivia Thrilby), una juez novata dotada de grandes habilidades psíquicas, hasta un peligroso mega-rascacielos de la ciudad controlado por el clan de la despiadada Ma-Ma (Lena Headley). Tras el arresto a uno de los principales secuaces de Ma-Ma por un delito de homicidio, ésta decide cerrar a cal y canto todo el edificio y ordena a su clan que dé caza a los jueces. Atrapados en una brutal e implacable lucha por la supervivencia, Dredd y Anderson se verán obligados a impartir una justicia extrema…

Un gran edificio infestado de maleantes intentando dar caza a un reducido grupo de agentes de la ley... ¿Os suena de algo? Sí, lo cierto es que el argumento de esta nueva Dredd (para nada un remake sino una nueva adaptación)  es muy similar al de The Raid, esa joyita del cine de acción y hostias que aquí en España ha ido directa al videoclub (aunque algunos privilegiados tuvimos la suerte de disfrutarla en el pasado Festival de Sitges). Pero antes de que empecemos con las elucubraciones conspiratorias acerca de un posible plagio, vale decir que ambos proyectos se concibieron prácticamente a la par. Incluso Dredd empezó a rodarse antes que el filme de Gareth Evans. 

Aclarado este punto, podríamos ponernos a buscar las diferencias y encontraríamos un buen puñado. La premisa, amén del contexto futurista/distópico, sería la primera.


La película nos presenta un mundo desolado en el que la radiación ha hecho estragos entre la población y en el que las ciudades que aún siguen en pie son caldo de cultivo para maleantes, traficantes y todo tipo de chusma. MegaCity 1, situada al este del continente, es el hogar de Dredd, uno de los jueces más rectos e implacables del cuerpo. Quizás por ello le adjudican a él el adiestramiento de una agente novata no apta -en principio- para el servicio, pero cuyas cualidades “mutantes”  podrían ser de gran utilidad al sistema.
Desgraciadamente para  Cassandra Anderson no podrían haber escogido peor misión para pasar el día de prueba junto a Dredd. Una vez en los dominios de Ma-Ma, lo que había empezado como una rutinario caso de homicidio se convierte, en cuestión de minutos, en una desesperada y atroz carrera por la supervivencia.
 
Esto es Dredd como debería haberse hecho: fiel al personaje, visceral y brutalmente violenta”. Son palabras del propio John Wragner, que da el visto bueno a esta nueva versión. Y tendréis que fiaros de su opinión (mejor la suya que la de ningún otro), ya que un servidor jamás se ha acercado a un cómic de Dredd.

Lo que sí puedo constatar son sus dos últimas afirmaciones. “Dredd” es un entretenimiento  visceral y muy violento. Tanto, que uno tiene la sensación de haber atravesado un agujero de gusano que le ha transportado directamente a una sala de cine de los 80. Y es que no es habitual encontrarse en la actualidad con un producto netamente comercial que, sin pertenecer al género de terror, ofrezca tal orgía de violencia sangrienta y desvergonzadamente gore (“Los mercenarios 2” aparte). Algunos de los momentos más brutos y desenfadados (la escena del mendigo) podrían haber sido firmados perfectamente por el Paul Verhoeven de “Robocop” y “Desafío Total”. De hecho, este Dredd vendría a ser una especie de Robocop cuyo único deber es el de hacer cumplir la ley, sin medias tintas. Un juez que no deja pasar ni una y que obedece única y exclusivamente a lo que dictan las leyes de este nuevo mundo. Un tipo que no se permite el lujo de tener una opinión, una ética o una moral propias. Existen unas leyes y su trabajo es arrestar, juzgar y castigar a quienes las incumplen.

La joven agente Anderson ofrece el contrapunto a tanta deshumanización (y cierto fascismo…) por parte de Dredd y del entorno que les rodea. 


El escenario es reducido, así como las aspiraciones de la historia, que se centra en un día de oficio en la vida del juez protagonista en vez de explorar en profundidad el universo Dredd. Esta vez se huye de formalidades y de contentar a un público mayoritario para centrase en un espectador más concreto (el fan, por un lado; y el espectador ávido de acción destroyer, por el otro). El guión es simple, esquemático y directo. No hay mucho de dónde rascar, cierto, pero en este caso tampoco necesita mucho más para funcionar como entretenimiento y como presentación oficial del personaje en esta reclamada resurrección con vistas a convertirse en franquicia.

Rezuma espíritu de serie B por los cuatros costados en base a un presupuesto de 45 millones de dólares que, sin ser ni mucho ni poco, está bastante bien amortizado en pantalla. Uno de sus recurrentes efectismos visuales, la cámara lenta en determinados momentos de la acción, responde a un detalle descrito en el guión (la droga que fabrica y distribuye el clan de Ma-Ma). Por tanto, existe un motivo que lo justifica. No es una mera pijada visual del director (estilo Bekmambetov), quién, por otra parte, se limita a cumplir con su trabajo y poco más. 

Porque mientras que en su anterior obra, la interesante “Endgame”, se erigía como una copia torpe y bastarda de Paul Greengrass, aquí Pete Travis simplemente muta de nuevo para ceñirse al producto que tiene entre manos. La carencia de estilo propio se compensa con la eficiencia requerida en estos casos.
Dredd resulta convincente en la piel de Urban, pero más por cómo se desenvuelve el personaje en sí a lo largo de la película (y lo enigmático que resulta desconocer el rostro que se oculta bajo ese casco) que por el propio actor, al que en ocasiones no le termina de funcionar la mueca de tipo duro (demasiado forzada/risible, en mi opinión; algo que en Stallone resultaba más innato).

La villana da mucho menos juego del que cabría esperar. Lena Headey ya sabe lo que es interpretar a una zorra de cuidado gracias a su papel en “Juego de tronos”, pero aquí nunca se siente como una verdadera amenaza. Ella da las órdenes, sí, y desde el guión hacen todo lo posible para que nos convenzamos de que es requetemala (porque el mundo la ha hecho así), pero no termina de dar la talla. Quizás es que Dredd es mucho Dredd, o quizás porque el personaje tiene pocas ocasiones para demostrar lo que vale. En cualquier caso, tampoco es un “lastre” importante.

Y es que dentro de su restringido campo de actuación, “Dredd” funciona sin muchos alardes pero con convicción, ofreciendo un entretenimiento violento como pocos se ven hoy día. Los fans del cómic saldrán, seguramente, encantados, mientras que el resto nos podemos dar por satisfechos con la hora y media de acción sin descanso. 



Valoración personal: