domingo, 27 de abril de 2014

Artistas de cine: El maravilloso arte del cartel ilustrado (de Saul Bass a Paul Shipper)


Hubo una época, antes de la aparición de las computadoras y sus poderosas -y peligrosas, en las manos equivocadas- herramientas digitales, en las que los carteles cinematográficos se realizaban con técnicas más rudimentarias y artesanales.

Desde sus primeras exhibiciones públicas, el cine ha necesitado promocionarse. A principios del siglo XX empezaron a emplearse carteles ilustrados en los que se escenificaba alguna escena concreta de la película o bien una serie de imágenes superpuestas de diversas escenas de la misma. Más adelante, éstas también irían acompañadas de sencillos montajes en los que los rostros de sus intérpretes cobrarían mayor protagonismo.
Si bien el cartelismo cinematográfico ha ido evolucionando a lo largo de las décadas, mostrando una amplia gama de estilos artísticos, lo cierto es que aquellas primerizas composiciones sentaron todo un precedente, y sus fórmulas y derivaciones siguen hoy día siendo válidas y viéndose frecuentemente en las marquesinas de los cines o en las carátulas de las ediciones domésticas. Además, dicho elemento publicitario se ha ido extendiendo, con el paso de los años y la sofisticación de las herramientas  (y el aumento de la inversión económica de los estudios), a otros soportes como las vallas publicitarias o las banderolas, infiltrándose cada día más en el entorno urbano del ciudadano, es decir, del potencial espectador.

Quizás uno de los primeros artistas en romper “las reglas (estilísticas) no escritas” del nuevo arte en cartelería fue Saul Bass, diseñador gráfico que, una vez afincado en Los Ángeles y montado su propio estudio empezó, a mediados de los 50, a trabajar en la industria hollywoodiense.


El director Otto Preminger le abrió las puertas con su primer encargo para “Carmen Jones” (1954), y éste quedó tan encantado con el resultado que le asignó también diseñar la secuencia de los títulos de crédito. Labor ésta última, que Bass acabaría compaginando con frecuencia con el diseño de carteles (bien conocidos son los de “Vértigo” o “Anatomía de un asesinato” de Hitchcock) y por la que sería reconocido y elogiado dentro del mundillo, erigiéndose finalmente en un referente (por su innovación, su original uso del color y su impacto visual) en lo que al honorable arte de los títulos de crédito se refiere.

Pero cuando hablamos de “romper las reglas”, merece la pena cruzar el charco para mencionar el fenómeno que se produjo entre los años 60 y 90 en países de Europa del este como Checoslovaquia, Polonia o la antigua URSS. Durante tres décadas, los artistas plásticos de aquellos países, privados de exponer sus obras al público por la censura, se empleaban en el ámbito de artes aplicadas diseñando carteles de cine de inusitado valor artístico. Mientras que en el resto de Europa se seguían utilizando los métodos tradicionales (dibujo ilustrativo/descriptivo de la película, fotografías de los protagonistas…), en Checoslovaquia y Polonia estos artistas se inspiraban en el arte informal, el arte pop y la fotografía moderna, volcando su imaginación con singulares pinturas, collages y fotocollages, etc.

La libertad con la que trabajan estos artistas ocasionaba, a menudo, que la obra final poco o nada tuviera que ver con la película a la que pertenecía… Resultado: piezas dignas de ser expuestas en una exposición sobre surrealismo de algún museo de arte.

Pero volvamos de nuevo a EE.UU., porque es ahí donde comienza, en la década de los 60, una nueva era para el cartel de cine ilustrado. Y lo hace de la mano de Robert Peak (o Bob Peak), considerado como el “Padre del cartel de cine moderno”. Peak fue un ilustrador comercial estadounidense cuyas obras aparecieron en publicidad, revistas nacionales (Time) e incluso sellos (concretamente, para los Juegos Olímpicos de 1984). Su primer trabajo para la industria cinematográfica se produjo cuando United Artists le encargó el diseño de las imágenes de los carteles del musical "West Side Story", en 1961. A partir de ahí, el trabajo de Peak estuvo ligado al cine, realizando los carteles de películas tan conocidas como "My Fair Lady", "Excalibur", "Apocalypse Now" o "Superman", así como para varias entregas de James Bond y Star Trek.

Sus innovadoras ilustraciones inspirarían a autores posteriores de las que enseguida hablaré. Pero Peak no fue el único artista a destacar, y antes y durante la época en que su obra decoraba las marquesinas de los cines, otros artistas, quizás hoy día no tan (re)conocidos, lograron hacerse un hueco muy significativo dentro del panorama del cartel cinematográfico ilustrado. Ilustradores como el gran Frank McCarthy, otro prolífico artista a quién le debemos los magníficos carteles de, por ejemplo, “Los diez mandamientos”, “12 del patíbulo”, “Hasta que llegó su hora” o “Thunderball” (entre otras entregas del popular agente 007); Tom Jung, que además de ilustrar los carteles de “Lo que el viento se llevó”, “Papillon” o “Doctor Zhivago”, también realizaba story-boards; Howard Terpning que ilustró “Los cañones de Navarone” o “Lawrence de Arabia”, entre otros; Robert McGinnis, cuya obra comprendía más de 40 carteles, entre ellos los de “Barbarella” (aunque sea mucho más popular el que realizó el ilustrador Boris Vallejo) o “Desayuno con diamantes”; Tom Chantrell, recordado sobre todo por sus trabajos para la Hammer (amén de su magnífico cartel para “La guerra de las galaxias”);  Reynold Brown, cuya carrera empezó a principios de los 50 y se mantuvo hasta mediados de los 6o (suyos son los carteles de “Ben-Hur” o “El ataque de la mujer de 50 pies”); o Jack Davies, fundador de la revista de humor Mad, y cuyo estilo caricaturesco lograba hacerle destacar fácilmente entre el resto de ilustradores (véase su trabajo promocional para “Los violentos de Kelly”).


Todos ellos (y muchos otros sin nombrar) contribuyeron, con su arte, a una parte muy importante –y merecedora de mayor reconocimiento- de la promoción cinematográfica. A diferencia de hoy día, en dónde contamos con abundante material promocional a través de Internet (trailers, clips de la película, featurettes, etc.) u otros medios (revistas, anuncios y/o reportajes de televisión), antaño el cartel de una película obedecía a un poder de reclamo mucho mayor.  Un buen cartel debía seducir, más que informar (que también), para así poder atraer a más espectadores a las salas.  Espectadores que, una vez en la puerta de entrada de los cines, se decidían por una u otra película dejándose llevar, no pocas veces, por el póster que lucía en las marquesinas.

Y no es que dicho objetivo para con el cartel haya cambiado, ni mucho menos, pero sí ha menguado su importancia o relevancia con respecto a otros soportes publicitarios en los que también se apoya la promoción de un estreno. Soportes que sin duda le han ido comiendo terreno (los trailers, sobre todo).

Echando la vista “no tan atrás” (allá por los 80…), cuántos de nosotros, cuando éramos unos críos y visitábamos, por ejemplo, el videoclub del barrio, no nos habíamos dejado arrastrar por la carátula de la caja (del vídeo Beta primero y del VHS después) a la hora de alquilar una película. ¡Y la de auténticos despropósitos que contemplaron nuestros ojos por ese mismo motivo! Y es que un buen cartel o carátula no siempre –de hecho, muy pocas veces- era sinónimo de una buena película. Los autores de dichos carteles eran, en su mayoría, grandes -y a menudo, desconocidos- artistas, mientras que las producciones a las que se destinaban sus obras suponían toda una tómbola en cuanto a calidad. Sin embargo, el poder de reclamo de un bonito cartel era algo a lo que muchos no podíamos resistirnos.

De todos modos, cuando hablamos de carteles ilustrados, hay un nombre que, para muchos de nosotros (toda una generación), prevalece por encima de todos los demás; que nos viene a la mente antes que ningún otro. Un artista que ha formado parte de nuestra infancia cinéfila. Sí, ya lo habréis adivinado. Me refiero, obviamente, al gran Drew Struzan, maestro entre maestros y genio incomparable.

Si Peak fue el padre del cartel de cine moderno, Struzan fue sin duda el hijo pródigo, el alumno aventajado que logró hacerle sombra a sus predecesores y e incluso a coetáneos tan notables como Richard Amsel o John Alvin, otros dos grandes artistas que convivieron junto a Struzan en una época, los 80, en la que los fotógrafos empezaron a pisarle el terreno a los ilustradores (en todos los ámbitos, no sólo en el cinematográfico). Struzan, Amsel y Alvin fueron los herederos del arte de Peak, la nueva generación de ilustradores de carteles de cine que lograron hacerse un nombre en unos tiempos claramente poco favorables hacia a su oficio en comparación con los tiempos dorados que vivieron sus antecesores, en los que buena parte de la producción cartelera era ilustrada.


Aquellos tres artistas se repartieron los encargos de los estudios para las producciones de la época. En ocasiones, varios autores llegarían incluso a ilustrar para la misma película. Es el caso, por ejemplo, de los carteles de Alvin y Struzan para “Blade Runner. Quizás por ese motivo a menudo se tendía a confundir la autoría de los trabajos de ambos artistas.

De Amsel, que también ilustró portadas de discos y revistas, se recuerdan sobre todo sus carteles para “En busca del arca perdida”, “Flash Gordon”, “El golpe”, “El cristal oscuro” o “Tras el corazón verde” y su secuela. Alvin, por su parte, colaboró con preciosas piezas para algunos clásicos de Disney como “Aladdin”, “La Bella y la Bestia” o “El Rey León”, y además de la citada “Blade Runner”, suyos son los carteles de “Gremlins”,”E.T. El extratrerrestre” o “La princesa prometida”. Struzan, a quién ya le dediqué hace algunos años un artículo a raíz del especial de “Indiana Jones”, fue el más prolífico y popular de los tres, y el que más tiempo ha permanecido en activo. Y pese a anunciar su retiro hace algún tiempo, lo cierto es que ha seguido trabajando en otros proyectos y sus servicios han sido requeridos alguna que otra vez por la industria del cine. Además, ha sido objeto de un documental, “Drew: The Man Behind the Poster”, que repasa su extensa obra con la ayuda de entrevistas a cineastas y actores (Steven Spielberg, George Lucas, Harrison Ford, Michael J. Fox…) involucrados en los proyectos para los cuales trabajó.

Y de Struzan nos vamos a Paul Shipper. Porque si hay alguien en la actualidad que pueda considerarse digno heredero de su arte, ese es Shipper. Para empezar, es más que evidente la influencia del primero en éste; el estilo, la técnica y el tipo composiciones que recrea Shipper recuerdan sobremanera a las ilustraciones de Struzan. Tanto es así, que si no fuera porque un servidor se conoce al dedillo la obra de Struzan, no sería difícil caer en el error de atribuirle a Struzan la autoría de algunos de sus fantásticos carteles. Su talento le ha permitido trabajar con la mismísima Lucasfilm, y en la actualidad elabora las cubiertas de una serie de cómics basada en Star Trek (IDW Star Trek: Khan Series).

Otras artistas claramente influenciados por Struzan son Mark Raats o el catalán Jordi Pérez Mascaró (de nombre artístico Mo Caró), y sus portafolios así lo atestiguan. A Caró, precisamente, se le ha atribuido la etiqueta de “el Struzan español”, y aunque las comparaciones a veces son odiosas, lo cierto es que su talento es innegable.


Seguramente sigan surgiendo más ilustradores que se dediquen al buen arte de ilustrar carteles de cine, pese a que en actualidad sea Photoshop quién lleve la voz cantante en esta materia. La popular herramienta de Adobe, indispensable en el día a día de todo diseñador gráfico, es un gran aliado para estos y otros menesteres, siempre y cuando sepa hacerse buen uso de ella. Por desgracia, la mayoría de grafistas de Hollywood parecen empeñados en darle mala fama a base de horripilantes fotomontajes en los que se cometen tropelías de todo tipo. Esa es la razón por la que, con más motivo, echemos tanto de menos los carteles ilustrados de antaño.

Para compensar, de algún modo, tantas atrocidades cometidas con el defenestrado Photoshop, surge en estos últimos años Mondo, un colectivo de artistas dedicado por entero a la creación de carteles ilustrados para clásicos de toda la vida y estrenos más recientes. Se trata de ediciones limitadas que, además, pueden contemplarse en vivo en una galería permanente en Austin, Texas.


Los estilos que aglutina Mondo son de lo más variado. Cada artista tiene su propio sello de identidad, por lo que las obras de unos no son comparables con las de los otros. Puestos a citar los nombres de algunos de estos talentosos artistas, éstos serían Ken Taylor, Martin Ansin, Aaron Sorkey, Kevin Tong o Olly Moss, éste último uno de los “culpables” en poner de moda los carteles minimalistas.



viernes, 18 de abril de 2014

“The Amazing Spider-Man 2 – El poder de Electro” (2014) – Marc Webb


Aunque no gozara del beneplácito del fandom pro-Raimi más radical, lo cierto es que “The Amazing Spider-Man” hizo buena caja y ganó más adeptos de los que se esperaba (servidor, entre ellos).Ese es el motivo de que aquél –en primera instancia, repudiado- reboot tenga ahora su secuela, y de que eso signifique gozar de una de las películas de superhéroes más estimulantes y emocionantes de los últimos años.

Pero no adelantemos acontecimientos…

Primero de todo, hay que reconocerle a Sony el haber hecho bien los deberes desde el principio al tratar de alejarse, para bien o para mal, lo máximo posible de la franquicia predecesora. Más que nada, porque no era plan de volver a contar lo mismo pero con otras caras.

Es por eso que todo cuanto nos cuentan Webb y cía resulta, en cierto modo, novedoso (al menos para los neófitos del cómic). Desde el nacimiento del héroe hasta su madurez, pasando por su primer gran amor o el misterioso pasado de sus padres. De hecho, esto último es el arco argumental sobre el cual se sustenta toda esta nueva saga. Aunque en cada entrega la presencia de un villano principal suponga una historia autoconclusiva en sí misma, todo lo que tiene que ver con la desaparición de los padres de Parker y su vinculación con Oscorp es el eje sobre el que giran estas nuevas aventuras del trepamuros. De este modo, podríamos considerar la primera película como el inicio de la historia, esta secuela como el nudo y la futura tercera entrega como el desenlace (cuya primera piedra se instala al término de ésta).

Esta continuidad ligada al entorno familiar de Parker es el “gran secreto” que se desvela en “The Amazing Spider-Man 2 – El poder de Electro” para entender la naturaleza del héroe y también la de sus antagonistas pasados, presentes y futuros. Al fin Parker descubrirá la verdad y comprenderá el porqué de su forzoso abandono. Todo ello mientras trata de lidiar con el amor de su vida, la encantadora Gwen Stacy.

El acierto de Webb para con Spider-Man es el haber sabido tejer las relaciones humanas entre los personajes. En esta ocasión, con más razón todavía, pues Parker sufre, Gwen sufre y Tía May sufre… ¡Y qué  demonios!, yo sufro porque ellos sufren. Ese grado de vinculación con los protagonistas es crucial a la hora de disfrutar de la película a otro nivel. No se trata sólo de dejarse asombrar por el espectáculo pirotécnico, que también, sino de acercarse íntima y psicológicamente a esos personajes.  


El reincidente debate interno de Parker entre su alter ego (y su deseo de llevar una vida lo más normal posible junto al amor de su vida) y su lado justiciero (la euforia de embutirse en el traje y hacer cabriolas en el aire; la satisfacción de zurrar a los malechores y ser admirado por ello, etc.) está sólidamente retratado, haciendo hincapié en aquello de “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”. Las dificultades de llevar una doble vida son inevitables. Ser Spidy puede ser tan divertido como peligroso, sobre todo para quienes le rodean (sus seres queridos más cercanos, especialmente). Pero ser Spider-Man no es ni tan siquiera una elección sino un deber; algo que esos poderes le exigen ser. Es el legado (no tan casual) que indirectamente le otorgaron sus padres. Su inevitable destino.

Ese debate interno tiene ahora el foco de atención puesto en la promesa hecha al padre de Gwen, algo que no ha parado de atormentarle desde entonces. Parker quiere demasiado a Gwen como para alejarse de ella, pero reconoce que a su lado ésta está en constante peligro. Esa disputa entre lo que quiere y lo que cree que es correcto; entre lo que le dicta su corazón y lo que le dicta su conciencia, es el motor que hace avanzar y retroceder su relación amorosa.

Pero no todo en la doble vida de Parker tiene que ser tan engorroso, y aunque cueste sobrellevar los quehaceres diarios de su vida de adolescente con la de justiciero enmascarado, sobre todo viviendo con su tía (quién pese al comportamiento cada vez más extraño de su sobrino, poco sospecha del gran secreto que le oculta), lo cierto es que su alter ego se ha beneficiado, a su manera, de tan envidiosos superpoderes. Poco queda ya de aquél nerd patético y ahostiable que encarnó Maguire. El Parker de Garfield es un joven que ha ganado confianza en sí mismo (¿quizás demasiada?), lo que se traduce a su vez en un Spider-Man más seguro y dicharachero. Y aunque existan voces en su contra, lo cierto es que los ciudadanos de Nueva York le adoran y le aclaman allá por donde pasa.

Spider-Man es un héroe que inspira a la gente, y eso es lo que, pese a cualquier obstáculo que se le presente o cualquier calamidad que aflige su corazón, le hará seguir embutiéndose en esas ajustadas (y sorprendentemente resistentes) mallas de azul y rojo. La ciudad necesita Spider-Man, y eso está por encima de todas las cosas.

Parker se divierte siendo Spider-Man y sufre siendo Peter Parker. Es la historia de su vida, y nunca mejor contada que en esta secuela.


Por otro lado, Webb ha decidido introducir algunos cambios visuales relevantes con respecto a su primera incursión en el universo del trepamuros. Si, por ejemplo, en la primera película decidió apostar por un mayor realismo de cara a los desplazamientos de Spidy empleando cables y dobles de acción en sustitución del recurrido píxel, en esta ocasión hace justo lo contrario y se beneficia más que nunca de los efectos digitales en favor de un mayor y superlativo grado de espectacularidad. Y es que hay cosas harto difíciles de realizar sin la ayuda de un ordenador, a menos que Garfield o su doble tengan realmente superpoderes. Así pues, Spidy se desplaza ahora entre los rascacielos de Nueva York surcando los cielos haciendo virguerías imposibles propias de las viñetas. El dinamismo que eso confiere a las secuencias de acción es fundamental de cara a la confección de las mismas, con un ágil y escurridizo Spider-Man de gestos y movimientos más arácnidos que nunca, y al que podemos observar en todo su esplendor gracias a los ralentíes y cámara lenta a los que de vez en cuando recurre Webb en las moviditas secuencias de acción.

Otro cambio evidente es el diseño del traje, debido muy probablemente al descontento generalizado (aunque una vez en movimiento tampoco desentonaba tanto) con el que Garfield/Parker lució en la primera entrega. Se abandona, por tanto, el moderno (y deportivo) rediseño previo para volver a los orígenes comiqueros y de este modo recuperar el aspecto más clásico del traje que Spider-Man lucía en los cómics (y también en las películas de Raimi, todo hay que decirlo).   

A la guasa que se gasta nuestro protagonista en plena en acción, hay que añadirle en términos de humor, la gran variedad de ingeniosos gags y simpáticos guiños que aportan a la historia la frescura y diversión friki que hay que exigirle a una película de este tipo. A fin de cuentas, no vamos al cine a llorar como magdalenas sino a pasar un buen rato devorando un cubo de sabrosas y saladas palomitas. A tales efectos, “The Amazing Spider-Man 2 – El poder de Electro” es la elección perfecta para pasar una agradable velada en la oscuridad de una sala de cine. La película lo tiene todo: acción, humor, romance, tragedia, espectacularidad…  Un genuino divertimento que supone la consagración de Spidy en el cine. Apta para todo buen fan del cine de superhéores y, sobre todo, de Spider-Man (salvo que seas demasiado fan de la versión de Raimi).


Valoración personal:

lunes, 7 de abril de 2014

“Noé” (2014) – Darren Aronofsky


Podrá gustar más o podrá gustar menos (en humilde mi caso, ni fu ni fa), pero si hay algo  absolutamente incuestionable que se pueda decir acerca de Aronofsky, es que desde que desde sus comienzos, cada una de sus películas ha sido muy diferente a la anterior. Desde sus extraños thrillers psicológicos como “Pi, fe en el caos” o “Cisne negro”, hasta la miseria más descarnada de “Réquiem por un sueño” o la dolorosa redención de “El luchador”, el cineasta ha perseguido siempre el componente dramático y turbador de aquellas historias que ha llevado a la gran pantalla. Ahora, tras algún que otro intento fallido por el camino, Aronofsky ha conseguido llevar a nuestras salas de cine una de las grandes epopeyas bíblicas del Antiguo Testamento: el diluvio universal.

La película cuenta con el australiano Russell Crowe en el papel de Noé, un hombre justo y bondadoso en un mundo en el que el resto de sus semejantes se han convertido en unos salvajes caníbales.  Pero Noé vive en paz y harmonía con la naturaleza junto a su mujer Naameh y sus tres hijos: Sem, Cam y Jafet. Por ese motivo, Dios le elige a él para encomendarle una misión de vital importancia antes de que tomar medidas drásticas contra la humanidad. Noé recibe, a través de los sueños, el encargo de construir una embarcación en la que salvar a su familia y a dos animales (hembra y macho) de cada especie antes de que el Creador se disponga a erradicar la violencia y la maldad del hombre destruyendo su generación con un catastrófico diluvio.

Aunque un prólogo algo cochambroso nos haga temer lo peor, lo cierto es que “Noah” logra, de entrada, una de sus principales propósitos: ofrecer un brioso espectáculo visual a la altura de lo que demanda el relato.

Nunca antes se había llevado a la gran pantalla la historia de Noé como en esta ocasión. Se han realizado distintas cintas de animación, miniseries para televisión e incluso algunas películas se han inspirado en ella para elaborar libres versiones, como “El arca de Noé” de Michael Curtiz, que transcurre durante la I Guerra Mundial, o una inofensiva aventura familiar de Disney titulada “El último vuelo del Arca de Noé”. Por ello, Noé no tiene con qué compararse, lo que en cierto modo es una ventaja. La personal versión de Aronofsky sienta un nuevo precedente cinematográfico, aunque lo suyo también pueda considerarse como una libre adaptación más que como “la obra definitiva” al respecto.

De entrada, sorprende el propósito más bien comercial (y no tanto aleccionador, cosa que se agradece) que parece haberse fijado de cara al asistente a las salas, pues el “Noé” de Aronofsky luce como un blockbuster y funciona como tal. Podríamos pensar que tratándose de un cineasta de la clase de Aronofsky, es decir, un autor, las pretensiones podrían haber ido a más (y quién sabe, quizás lo haya pretendido), pero lo cierto es que a grandes rasgos esta aventura bíblica no es otra cosa que un gran espectáculo para todos los públicos (creyentes o no creyentes). Por supuesto, está sujeta a la libre de interpretación que de ella pueda hacer cada espectador en relación a sus creencias (o a la falta de ellas), pero considero que dejando de lado ese aspecto tan subjetivo y personal, la cinta se erige, no sin ciertas dificultades, como un válido entretenimiento épico-religioso.


Al relato en sí no es que le falte fantasía, precisamente, pero aun así Aronofsky aprovecha todo lo que puede del relato original para magnificar los aspectos que más y mejor pueden corroborar y afianzar esa condición de blockbuster. Véase, por ejemplo, a los Vigilantes, unos ángeles caídos y transformados -por castigo divino- en gigantes de piedra, que intervienen en la historia para ayudar a Noé.  Estos gigantes, de movimientos un tanto peculiares (más que digitales, parecen estar hecho en stop-motion) están dispuestos, si hace falta, a repartir leña entre quiénes osen interferir en los propósitos de Noé. Aunque éste último tampoco es que se quede corto en estas lides…  Hostias a diestro y siniestro entre el buen sirviente de Dios y sus blasfemos enemigos liderados por el malo maloso Tubal-Caín (Ray Winstone) aderezan una historia que se contagia del cine épico-fantástico reciente tan made in Hollywood. Aunque por encima de todo eso, y más allá de su espectáculo visual, subyace un claro convencimiento de que la cinta logre trasladar al espectador un mensaje de esperanza. Un último repunte de fe en la humanidad y en la capacidad de redención.

Es a lo largo de todo el tramo final donde la película presenta una mayor discordancia para con los sucesos previos, pues se deja a un lado la acción para dejar paso al lado más humano del relato: el debate interior de un hombre de fe sometido a la presión de una terrible decisión. Un acto en sí mismo ha de decidir el destino de toda la humanidad.


El periplo familiar, por tanto, no termina con el diluvio sino que con éste se inicia la etapa más dura del viaje. Y es al final de ésta cuando se nos mostrará el triunfo del amor, la fe y la esperanza por encima del odio y el miedo. El nacimiento de una nueva era, la semilla del porvenir. La creación frente a la destrucción. La búsqueda de un futuro mejor tras haber aprendido de los errores del pasado.

De todos modos, y de cara al aspecto más religioso de todo el tinglado, decir que hace más por la doctrina de la Biblia la habitual programación televisiva de Semana Santa que el “Noé” de Aronofsky. Bien podría haberse convertido ésta en la “Los diez mandamientos” de nuestros tiempos, pues mimbres para ello tiene y de sobras, pero Aronofsky no es ni mucho menos DeMille, y al final la cosa deviene simplemente en un entretenido pasatiempo de lujosa  producción y atractivo reparto. Que en estos tiempos que corren tampoco es nada desdeñable, aunque viniendo de quién viene quizás muchos se sientan decepcionados o algo insatisfechos con el resultado.

 P.D.: Mi conclusión colateral al respecto de todo esto es que la humanidad somos producto del incesto (¡al diablo con la teoría de la evolución!). Pero bromas aparte,  hay que reconocer que la película se presta, sin quererlo, al cachondeo constante. No hay más que ver a Noé en su empeño por complacer a su Creador, mientras que sus hijos adolescentes parece que sólo piensen en fornicar...


En cualquier caso, el que prefiera tomársela más en serio, no creo que no encuentre obstáculos para ello. Por el contrario, el que busque “fidelidad” quizás se dé con un canto en los dientes.



Valoración personal: