Después del apabullante éxito que tuvo, en 1993, la
adaptación cinematográfica de “Parque Jurásico”, Michael Crichton se convirtió
en uno de los escritores más codiciados por la industria hollywoodiense. Y si
bien en la década de los 70 ya se habían llevado al cine varias de sus novelas
(algunas, como “El gran robo del tren”, dirigidas por él mismo), fue durante
los 90 cuando su obra obtuvo un mayor reconocimiento reviviendo buena parte de la
misma en el celuloide. Hasta un total de ocho de sus libros fueron adaptados a
la gran pantalla entre 1993 y 1999, con resultados obviamente dispares (tanto
en calidad como en recorrido comercial), pero siempre despertando un gran interés
a su alrededor.
La última de esas novelas en ser adaptada fue “Devoradores
de cadáveres”, que para tales menesteres fue bautizada bajo el título de “The
13th Warrior” (en España: “El guerrero nº13”) en honor al protagonista y
narrador del relato.
El encargado de trasladar las aventuras de unos valientes y
fieros vikingos enfrentados a un misterioso y maligno enemigo fue John
McTiernan, todo un experto -y genuino artesano- en el cine de acción. McTiernan
venía de rodar la última (y soberbia) entrega de la Jungla de Cristal, que supuso otro taquillazo en su carrera. En
vista de eso y de su más que meritorio currículum, no cabe duda que para el
estudio se trataba de una apuesta segura.
Y de hecho, a título personal, considero que así fue, aunque cueste discernir
cuánto permaneció de McTiernan y cuánto añadió Crichton en una película que fue víctima
de varios re-rodajes y re-ediciones hasta alcanzar el corte final.
Económicamente hablando ya es harina de otro costal, pues tras
su decepcionante estreno en cines adquirió el
dudoso honor de ser considerada como uno de los mayores fracasos taquilleros de
los 90. Y quizás uno de los motivos de ese fracaso se debiera, en parte, a
la mala prensa ocasionada por los negativos
test-screenings que obtuvo el
corte inicial del filme.
La escasa aceptación
en los pases previos indujo a Crichton a ocupar la silla de director y hacerse
cargo de la re-edición de la película, añadiendo entre otras cosas un nuevo
final y sustituyendo la banda sonora original compuesta por Graeme Revell por
la -todo sea dicho, magnífica- partitura de Jerry Goldsmith, habitual colaborador
en la filmografía del escritor/director californiano.
Estos cambios ocasionaron, cómo no, gastos adicionales en la
post-producción y promoción del filme,
originalmente presupuestado en 85 millones para terminar costando, según
fuentes consultadas, unos 160. En consecuencia, hubo que prorrogar también
su estreno en salas, no viendo la luz hasta dos años después de comenzar su
producción en verano de 1997.
¿Cuán significativa fue la aportación (sin acreditar) de
Crichton para con el resultado final de la película? Probablemente nunca
obtengamos respuesta a esa pregunta. Durante un tiempo se llegó a lucubrar
sobre la posible existencia de un director’s cut, pero tal versión no ha
existido nunca ni parece que vaya a existir jamás.
Por ese mismo motivo tampoco sabremos qué motivó el
descontento del autor respecto al trabajo hecho por McTiernan. Lo que sí
podemos hacer es, con el filme resultante en las manos, tratar de discernir las
diferencias entre el libro y su adaptación. Diferencias que en realidad no son
tantas o por lo menos no demasiado alarmantes.
Ya sea por la mano de McTiernan o por la de Crichton, hay
que señalar que “El guerrero nª13” es, a grandes rasgos, bastante fiel a la novela que adapta. Es cierto que hay algún que
otro cambio importante al respecto, pero esto es algo que sucede en toda
adaptación, asumiendo que muchas de las licencias responden a decisiones
creativas vinculadas exclusivamente al medio cinematográfico. Dicho de otro
modo, y por el bien de la narración y del filme resultante, la mayoría de veces resulta inevitable
tomarse ciertas libertades. Los guionistas de la película así lo hicieron, y algunos
de estos cambios son, en mi opinión, en beneficio del relato. Sirva de ejemplo,
para empezar, el hecho de prescindir de traductor.
En la novela, nuestro protagonista, el árabe lbn –Fadlan, no
entiende ni papa del idioma nórdico, como es lógico, por lo que necesita de
alguien entre sus acompañantes que le traduzca lo que se habla a su alrededor,
y que al mismo tiempo traduzca también sus palabras al resto del grupo. Esa
función la realiza Herger (Dennis
Storhøi en la película), nórdico con quién lbn –Fadlan entabla cierta
amistad. Ambos personajes dialogan con frecuencia, a menudo siendo sus diálogos
una ristra de preguntas-respuestas en las que Crichton evidencia el choque cultural
entre ambos. La desaprobación de las costumbres y creencias por parte de lbn –Fadlan
sobre sus compañeros escandinavos es constante a lo largo del viaje, así como
la mofa y burla de éstos hacia él por lo que consideran preguntas y comportamientos
estúpidos por su parte. Ibn- Fadlan considera a los vikingos unos tontos (sentimiento
recíproco) y, en cuestiones de higiene, unos puercos.
Esto se resuelve en la película rápidamente haciendo que lbn
–Fadlan, encarnado por Antonio Banderas, aprenda el idioma en cuestión de días
(apenas unos minutos reales en pantalla) observando concienzudamente a los
nórdicos. Así, los guionistas se cargan de un plumazo las funciones de Herger
como traductor para agilizar el relato, ya que de otro modo hubiera ralentizado
demasiado la narración, amén de resultar su uso cansino y repetitivo. Cierto es
que resulta un poco increíble que el protagonista aprenda la lengua nórdica tan
fácilmente, pero es una licencia artística que podemos llegar a perdonar.
Lo que no es tan perdonable es que por el camino se pierda
bastante información acerca del análisis que Crichton plasma sobre las
costumbres del pueblo escandinavo. Hay que hacer constar que el escritor se
nutre del manuscrito que el cronista y viajero musulmán Ibn-Fadlan escribió
hace más de mil años sobre sus experiencias y observaciones conviviendo con los
vikingos del Volga. Se trata del relato testimonial más antiguo que se conoce
sobre la vida y la sociedad de estas gentes del norte de Europa. Poco de este
conocimiento se observa en la cinta, más allá de alguna que otra costumbre
sobre su aseo o sobre el entierro de sus muertos (algo por lo que se pasa muy
de puntillas). Se omiten también otros muchos detalles, como por ejemplo la
actitud de aquellos hombres con respecto al sexo opuesto. Detalles, todos ellos,
sacrificados en beneficio de la acción, ni más ni menos.
Pero tampoco es que el relato de Crichton sea la panacea en
cuanto a rigor histórico, siendo éste bastante criticado por expertos tanto por
la errónea representación de los wendol
como Hombres de Neanderthal (que ni eran antropófagos ni se tiene constancia de
que sobrevivieran a la última edad de hielo), como por la descripción
incorrecta del rito funerario vikingo. Así que dicho esto, la ausencia de estos
detalles representan un mal menor, al tiempo que se agradece que al menos
McTiernan nos ahorre algunos de los tópicos que el cine ha inventado acerca de
estos guerreros (ergo, ni rastro de cascos de prominentes cuernos).
Otra diferencia significativa entre libro y película atañe
al carácter de lbn –Fadlan, quién en el filme es interpretado por Banderas como
un diestro y valiente guerrero (aunque participe en la misión a desgana y en
contra de su voluntad), mientras que en la novela es un hombre cobarde que
apenas se involucra en los enfrentamientos contra los temidos wendol. Este
cambio es una clara concesión de cara al espectador, para que éste pueda
simpatizar con el héroe protagonista, cosa harto difícil que ocurra leyendo la
novela.
El resto de la trama acontece más o menos en la línea de los
hechos narrados en el libro, acortando no obstante muchos de sus pasajes.
Para la epopeya en la que se involucra el grupo protagonista, Crichton tomó como fuente de inspiración la
leyenda de Beowulf, sustituyendo al troll Grendel, el monstruo que amenaza
al reino de Hrothgar, por los wendol, una tribu de salvajes caníbales (algo así
como los últimos vestigios del Hombre Neanderthal). El propio Beowufl vendría a
encarnarse en la figura de Buliwyf, el gran héroe vikingo, así como su
encuentro contra el dragón se escenifica en la secuencia del ataque de los
wendol a caballo con sus llameantes antorchas (uno de los momentos culminantes
de la cinta).
Con todo, la película tiende más hacia el mero espectáculo
de evasión que al estudio casi antropológico del que hace gala el libro, el
cual, aún dentro de un marco de ficción histórica, apuesta más por el tono
documentalista que por el folletín novelesco. Para mi sorpresa, la prosa de
Crichton es aquí algo errática y se muestra escasamente adornada, o menos de lo
que debería tratándose de un relato de reminiscencias sobrenaturales. Quizás
por ese motivo, y a título personal, me estimule más la película, que por otro
lado es una más que decente adaptación y
una estupenda cinta de aventuras. Otro gallo cantaría si una historia como
la de “Devoradores de cadáveres” estuviese narrada por alguien como Robert E.
Howard. En ese hipotético e improbable (por no decir imposible) caso,
probablemente preferiría el libro.