Novelista, guionista y ahora, director de cine. Así de
polifacético es Alex Garland, autor cuyo nombre empezó a sonarnos el día que
Danny Boyle llevó al cine su primera novela: The Beach (aka La playa).
Precisamente junto a su compatriota empezó Garland a hacer sus pinitos en el
cine, escribiendo primero el guión para “28 semanas después” (estupenda secuela de
la notable “28 días después”) y, posteriormente, el de “Sunshine” (una odisea
espacial que podría haber sido mucho mejor de no ser por su lastimoso tercer
acto).
Entre medias de esas dos películas, Garland llegó a
involucrarse en otro importante proyecto que, sin embargo, no llegó a materializarse
nunca. Estoy hablando de la adaptación a la gran pantalla del videojuego “Halo”,
para la que Garland escribió un primer borrador cuando ésta iba a ser producida
por Peter Jackson y dirigida por un, por
aquél entonces, debutante Neill Blomkamp.
Sin abandonar el que parece ser su género predilecto, Garland
prosiguió sus andanzas como guionista de Hollywood escribiendo los libretos de
“Nunca me abandones” y “Dredd”, el reboot/readaptación del popular -y violento-
cómic creado por John Wagner y Carlos Ezquerra.
Después de escribir para otros, Garland ha decidido probar
suerte en la dirección marcándose un Juan Palomo, esto es, rodando un guión
propio. Y según venían contándonos desde el otro lado del charco, su estreno como
cineasta parecía haberse saldado con buena nota. Y, a título personal, así lo
corroboro.
El joven Caleb
(Domhnall Gleeson) acude a una aislada mansión propiedad de un multimillonario programador
con el fin de someterse a un extraño experimento: poner a prueba una
inteligencia artificial instalada dentro de un robot con aspecto humano. O para
ser más exactos, con el aspecto de una atractiva mujer. Pronto, el experimento
se convertirá en una tensa batalla psicológica entre los dos hombres y el
robot, poniendo nuevamente de relieve las vicisitudes entre el hombre y la
máquina.
Ex Machina nos acerca de nuevo a la recurrente -dentro del
género- temática de la inteligencia artificial. Y lo hace con una historia cuya mayor baza y principal sustento son las
interacciones entre sus tres personajes principales (cuatro si contamos a Kyoko,
una silenciosa asistente a la postre convertida en juguete sexual por su amo): Nathan
(Oscar Isaac), el opulento y ególatra fundador de Blue Book, una empresa de
tecnología punta; Caleb (Gleeson), un joven e ingenuo empleado de la misma elegido
para sus propósitos; y Ava (Alicia Vikander), un robot humanoide con aspecto de
mujer.
Los tres forman un triángulo viciado y corroído por los
intereses propios y egoístas de cada uno de ellos, algo a lo que contribuye el frío y voyerista entorno en el que
se desarrollan los acontecimientos: una lujosa mansión aislada a cientos de
kilómetros de cualquier atisbo de civilización y convertida en un laboratorio
con punteras medidas de seguridad. Para nada una acogedora morada en la que
residir durante una semana. Y es que ese el tiempo que debe permanecer Caleb en
dicho lugar.
En un primer momento, el joven desconoce cuál es el
propósito de su presencia allí, pero pronto Nathan le descubre el objeto del
experimento que juntos han de llevar a cabo. Y este no es otro que realizar el
Test de Turing a Ava, la última y adelantada creación de este adinerado genio
de la informática. ¿Y qué es el Test de Turing? Pues una prueba propuesta por el matemático Alan
Turing para demostrar la existencia de inteligencia en una
máquina. Test en el que se inspiró Philip K. Dick para su ficticio test Voight-Kampff en “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas” y al que
pudimos ver sometido el replicante
encarnado por Brion James al comienzo de “Blade Runner”.
En este caso, Nathan desea establecer los límites de su
creación; conocer, a través de la experiencia y observaciones de Caleb, cuán real
y humana puede llegar a ser o aparentar Ava. Para ello, se observan y estudian
las reacciones y las respuestas del robot a las distintas cuestiones que Caleb
le plantea durante sus sesiones/charlas.
Pero poco a poco Caleb se sorprenderá a sí mismo albergando
sentimientos hacia su “objeto de estudio”; sentimientos que van más allá,
probablemente, de la mera empatía. Al mismo tiempo, el ambiente se irá
enrareciendo entre Caleb y Nathan, convirtiendo su inicialmente amigable
convivencia en una tensa y desafiante relación jefe-empleado.
Instigado por Ava, Caleb empezará a sentirse incómodo con
Nathan, albergando sospechas acerca de sus verdaderas intenciones para con él y
el experimento. Recelos que le llevarán incluso a dudar de sí mismo (en uno de
esos momentos cumbre de la película en el que Garland juguetea con una idea que
a más de uno le habrá asaltado a la mente durante buen aparte del metraje). Una
desconfianza que devendrá en algo mutuo entre los dos hombres y que irá creciendo
con el paso de los días hasta alcanzar terribles consecuencias.
“Ex Machina” se erige así en un sórdido thriller psicológico acerca de la condición humana,
haciendo especial énfasis en los miedos e inseguridades que provoca en nosotros
la tecnología. ¿Pueden las máquinas llegar a comportarse como humanos? Si es
así, ¿podríamos convivir con ellas o se convertirían en la especie
dominante? ¿Qué nos depara el futuro si
la ciencia sigue avanzando y logramos crear inteligencia artificial a ese
nivel? Por ahora sólo podemos elucubrar sobre estas cuestiones dejando volar
nuestra imaginación en la ficción con en propuestas como la que nos ofrece
Garland.
Teniendo en cuenta que las máquinas son creación del hombre,
no es extraño que éstas sean un reflejo de nuestras virtudes y nuestros defectos.
Sin embargo, ¿es posible introducir “alma” en una máquina? Existen
particularidades inherentes en el ser humano que nos cuesta siquiera poder imaginar
atribuidas a una máquina. Distintas emociones y sentimientos que poseemos y
que, para bien o para mal, nos definen como especie y, a la vez, nos distinguen
de otros seres vivos del planeta. ¿Podría una máquina alcanzar ese estatus de
“humanización” suficiente para superar un Test de Turing?
Garland intenta respondernos a ello adentrándose en los confines de la psique humana y de lo que significa
ser conscientes de nosotros mismos; de que somos seres pensantes (y a
veces, hasta inteligentes). Y sin embargo, y pese a como se desarrollan los
acontecimientos en la película, no podemos evitar posicionarnos del lado de Ava;
a simpatizar con la robot por encima
de nuestros congéneres. En cierto modo, “Ex Machina” se siente como una especie de moderna y tecnológica
versión del Frankenstein de Shelley, sólo que en esta ocasión el “monstruo”
adquiere los bellos rasgos de una atractiva androide.
La resolución final al conflicto que plantea el guión es
satisfactoria, si bien el modo de llegar hasta ella no lo es tanto, y es que
hacia el tercio final es cuando las cosas se salen de madre y a Garland se le
va la historia un poco de las manos (como ya le ocurriera en la citada
“Sunshine”). Una salida de tono (innecesariamente efectista) en el último acto que a
punto está de arruinar lo que sin duda es, en conjunto, una muy estimable
cinta de ciencia-ficción. Una película sobria que se apoya sobre todo en su contundente y reflexivo guión, y en
unos personajes suficientemente bien definidos como para llevar todo el peso de
la historia sin alardes de ningún otro tipo. Y es que aquí los efectos
especiales son un simple y efectivo apoyo a la credibilidad del relato.
Valoración personal:
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